299. Abollá
Con el manto a cuestas de la vejez, año tras año, regreso al olivo de mis inviernos. Necesito recordar su fortaleza inflexible y cómo pudo retorcer en un abrazo sus dos troncos para ser uno solo y dejó las partes más antiguas de sus pies huérfanas de savia para que se endurecieran. A esos lugares, nido de plagas, que parecen inquebrantables, que con los años se espuelan y se quitan con mucho esfuerzo, en Jaén los llamamos «miseria». Y no había nadie más mísero que yo. No tenía nada ni a nadie. Allí encontré cobijo y se forjó mi naturaleza de hombre fuerte. Su presencia siempre fue imponente. Pero donde todos veían solo un abollá, para mí era mi hogar. Sus acogedoras ramas arroparon mi orfandad mientras su tronco abrigaba mi cuerpo desnudo. Me acurruqué en su seno cálido y su savia calmó mi hambre. Con él aprendí los ciclos de vida de la oliva y me transmitió toda su sabiduría centenaria sobre el aceite. Fue la familia que no tuve. La desaparición de mis padres en aquel terrible incendio sigue siendo un misterio. Dicen los jornaleros que eran inseparables y que ambos murieron abrasados en el olivar. Jamás los pudieron encontrar. El viento debió de esparcir sus cenizas entre el oleaje de los olivos.
Por eso, a pesar de mi edad, aún me estremezco cuando acaricio su ajado tronco. Siento que se cimbrea en mis manos, aunque no sea tiempo de cosecha, y cómo se deslizan lágrimas de rocío y aceite de oliva por su piel de madera mientras, desde su interior, dos latidos trémulos de emoción golpean al unísono mi pecho.