259. La honra
En el cielo lucían enjambres de estrellas. La Vía Láctea se hundía en el negro horizonte con astronómica resignación. La luna alumbraba los olivares con su luz lechosa y desvaída ―el aliento de una dama asomada a su balcón―. Las lomas y los valles cubiertos de olivos ―sombras encrespadas y espolvoreadas con polvo de plata― componían un paisaje a medio camino entre la realidad y la ensoñación un poeta romántico.
El olivar de Ramón el Cojo se extendía sobre un suave declive que lindaba con los álamos, chopos y sauces que poblaban la ribera del arroyo del Saladillo. La finca contaba con dos centenares de recios olivos de aceituna de mesa que explotaba casi sin ayuda a pesar de la cojera que arrastraba desde que un paco rifeño lo hirió cerca del Monte Arruit cuando estaba haciendo la mili. Salvó la vida y la pierna, pero no la donosura que tenía al caminar, como apuesto mozo que era, ni su gracia para el baile. Mas, a pesar de la tullidez, había logrado pescar moza, como él decía ―de lo cual mucho se ufanaba―, una prima lejana suya, de Paradas, diez años más joven que él, guapa, limpia y hacendosa. La casa y las tierras, heredadas de sus padres, habían suplido al físico y a su buen hacer en los bailes del pueblo.
Dos hombres, dos sombras, se habían detenido en la linde norte, bajo la vasta copa de un olivo centenario. Escrutaban la penumbra platinegra del olivar en busca de algún guarda, que no podía ser otro que el Cojo. Llevaban consigo sacos de arpillera, pues su intención no era otra que esquilmar sus olivos. Dijo uno de ellos:
―Aquí no hay nadie. Vamos hacia el río. Por allí todavía no ha comenzado a recoger―dijo uno de ellos.
El que así había hablado se llamaba Felipe Soto, aunque era conocido como Caraguapa. La otra sombra era un amigo suyo, Jerónimo el Zapatero. Caraguapa había convencido al Zapatero para que lo acompañara a robar aceituna con el irrefutable argumento de que se trataba de un golpe fácil.
―Yo me encargaré de vender la aceituna a un socio que tengo en Marchena. En dos o tres noches, mientras el Cojo esté de viaje, podemos sacarnos un pico sin correr riesgo alguno.
Según habían informado a Felipe Caraguapa, Ramón el Cojo había ido a Sevilla a evacuar unos papeles. Por eso había decidido robar en su olivar. Se trataba de un trabajo fácil, antes de que rompiera el alba podrían llenar al menos dos sacos.
Caraguapa hacía honor a su apodo. Era alto, fuerte y bien parecido. Gustaba de galantear a las mujeres, ya fueran solteras o casadas, y tenía éxito entre ellas. Vivía de ejercer de bracero para éste o aquél propietario y de vender a la vista las mercaderías que compraba en Sevilla y bajo cuerda los productos de sus latrocinios nocturnos y veces diurnos: aceitunas, pimientos, tomates, naranjas, melones. Jerónimo el Zapatero era en cambio un honrado padre de familia que se deslomaba de sol a sol en la finca de un señorito para que lo les faltara un mendrugo de pan a su mujer y sus hijos. Había heredado de su abuelo el apodo pero no el oficio, pues su padre no quiso aprenderlo, y por tanto, no se lo había podido transmitir a él. Las apreturas que estaba pasando su familia provocaron que su rechazo hacia la idea de afanar acabara huyendo ante las convincentes palabras de Caraguapa.
Los dos hombres se adentraron en el olivar en silencio, corvas las espaldas, abiertos los ojos. No tardaron en llegar a los olivos que buscaba Caraguapa. Junto a los árboles de la ribera ―pastores imperturbables que parecían conducir las aguas del arroyo del Saladillo en su camino hacia el río Guadaíra―, lejos del camino, evitarían el riesgo de que cualquier aparcero que transitara cerca los viera o los oyera.
De inmediato comenzaron a trabajar. El plan era recoger sólo las aceitunas que quedaran a mano, para no malgastar tiempo subiendo a las ramas, y echarlas en los sacos en lugar de en espuertas, por ser estos más fáciles de transportar.
Esquilmar las ramas bajas del primer olivo les llevó una media hora. Las del segundo, otro tanto. Cuando se acercaron al tercero de la hilada, comprobaron ya había sido cosechado. Se desplazaron, hasta el siguiente. Trabajaban rápido y en silencio. La noche iba a ser fructífera. O eso creían.
Entonces ocurrió. Sonó un estampido en la distancia. Como un petardo. Los dos saqueadores lo oyeron. Casi al instante, una nube de postas surgida de la lechosa oscuridad horadó la carne del muslo derecho de Caraguapa en su cara externa, un poco por encima de la rodilla. Éste profirió un grito de dolor y cayó al suelo echándose mano a la herida.
Jerónimo el Zapatero se acercó a su amigo haciendo una pregunta estúpida, en la esperanza de que no hubiera ocurrido lo que creía que había ocurrido.
―¿Qué pasa, Felipe?
Por respuesta recibió un grito de dolor ahogado. Había ocurrido lo que creía que había ocurrido.
―¿Dónde te ha dado? ¿En la pierna? Déjame ver.
Caraguapa seguía emitiendo quejidos de dolor que mitigaba como podía sin dejar de agarrarse la pierna. El Zapatero palpó la zona. Comprobó que no manaba demasiada sangre.
―Apriétate la herida. No es mala zona, lo vas a contar. Por delante sería otro cantar.―Oteó en derredor el hombre, hincado de hinojos en la tierra―. Pero, ¿quién cojones dispara sin dar el alto?
―Algún malnacido ―acertó a mascullar Caraguapa entre ayes.
―Habrá sido El Cojo. Estamos en su tierra ―afirmó el Zapatero.
―Yo qué sé.
―¿Pero no se había marchado a Sevilla?
―Se supone… ―Caraguapa apretó los labios para no gritar―. Eso me habían asegurado.
―¿Quién?
―¿Qué más da?
Las ensortijadas sombras de los olivos parecían observar a los dos hombres con esa curiosidad malsana propia de los humanos. La luna observaba la escena desde su atalaya derramando la luminosidad suficiente como para que Jerónimo el Zapatero viera acercarse al Cojo. Pero éste no se acercaba. Caraguapa contenía sus quejas apretando los dientes. ‹‹Maldita mi estampa››. La intensidad del dolor remitía por momentos conforme su cerebro generaba endorfinas.
―¿Qué miras? ―preguntó a su amigo―. Vámonos de aquí ya, tiene que verme don Eutimio.
―Busco al Cojo. Vendrá a comprobar qué ha cazado y tendrá que ayudarme a llevarte al médico.
―¡No! ¡Vámonos ya! Hacia el río.―Caraguapa señaló hacia los árboles y se incorporó―. Venga, vamos.
―Mejor esperamos. Seguro que el Cojo ha venido en su mula. Montado irás mejor.
―¡Olvídate de ese cabrón!
Lo cierto era que el Cojo ya debería de haber hecho acto de presencia. Pero esto no había ocurrido. El Zapatero concluyó que se había marchado, dejándolos abandonados a suerte.
―Está bien, nos vamos. Pero antes tengo que hacer algo ―dijo.
―¿El qué?
El Zapatero enrolló un saco vacío y lo anudó a la pierna herida de su amigo por encima de la herida apretándolo bien. Caraguapa reprimió un grito de dolor. Cuando el torniquete estuvo listo, ordenó:
―Vámonos. Hacia el río.
―¿Hacia el río? ¿Estás loco? No podemos dar una vuelta tan grande, tiene que verte el médico cuando antes. Vamos por el camino.
―¡Hacia el río he dicho! El hijo de puta ése está ahí, esperando.
―¡Ahí no hay nadie! Se ha marchado. Ya ha impedido el robo. Ya nos ha dado una lección, el muy cabrón. ¿Por qué iba a quedarse?
―Quien quiera que sea, está ahí, te lo aseguro. ¡Al río!
Caraguapa se levantó y echó a andar cojeando sobre un terreno hundido en la sombra que sólo percibía con los pies. A cada paso que daba un perro le mordía la pierna, arrancándole un quejido que a duras penas podía reprimir. Jerónimo no tuvo otra que seguirlo para ofrecerle su hombro.
―No sé cómo pretendes moverte por la orilla del río a oscuras ―protestó su amigo―. Tenemos que llegar cuanto antes al médico, o te desangrarás.
Un gruñido animalesco fue la respuesta de Caraguapa. La imagen de Rocío cruzaba su mente en ese momento como una ráfaga de brisa cálida. La había visto tres días antes, y no por casualidad, cuando regresaba del lavadero cargando un gran cesto lleno de ropa recién recogida. De sobra sabía que si recorría el camino, se cruzaría con ella.
―¡Olé las niñas guapas!
―No seas galante, Felipe.
―Caraguapa, me llaman.
―No sé por qué será.
―Dímelo tú.
―Ssshhh, no te arrimes tanto, que la gente tiene vista de búho y lengua de serpiente.
―¿Cuándo me vas a dar una migajas de lo que sea?
―Tengo marido, ¿recuerdas?
―Y poca vista para casarte.
―Las pobres no elegimos marido con la vista. Anda, tira, que por ahí vienen las Señoritingas, y ya sabes lo que les gusta darle a la sinhueso.
Dos días después, se presentó en su casa a sabiendas de que no iba a ser mal recibido.
―¡Ay! ¿Qué haces aquí?
―He saltado por el corral, no me ha visto nadie.
―¡Me has asustado!
―Déjame entonces que te quite el miedo.
―¿Estás loco? Que puede venir mi marido.
―Tu marido está en el monte con las cabras.
―Puede darse cuenta de que has estado aquí.
―Sólo si te ve feliz cuando regrese.
Las palabras dieron paso a las manos y los labios, y los inconvenientes se fundieron como mantequilla en una sartén al fuego. Brotaron los Te quiero y los Te deseo, y los ayes y los jadeos. Les siguieron los No puede ser y los Esto no está bien. Y al final llegaron los Ay Dios mío, Dios mío y los Vete ya.
―Vuelvo mañana, mi amor.
―No, no vuelves mañana. No puede ser.
―Rocío, yo te quiero…
―Yo también te quiero, pero no puede ser.
―Huyamos.
―¿Estás loco? Vete, por favor. Vete.
Dos ojos furtivos lo vieron saltar el muro del corral cuando se marchaba, y una lengua larga lo acusó, condenándolo sin saberlo a la pena que le estaba a punto de ser aplicada.
Un segundo estampido ahuyentó la imagen de la piel morena de Rocío, sus labios gruesos pintados de rojo clavel y sus ojos felinos y negros como la pez. Las postas impactaron esta vez en la espalda de Caraguapa, provocándole una quemazón tan intensa que no pudo contener sus gritos. Cayó el galán al suelo arrastrando a su amigo, y comenzó a retorcerse echándose las manos a la espalda. ‹‹¡Dios, Dios, Dios…!››.
A su lado, Felipe, paralizado por el terror, vio cómo una sombra se acercaba a ambos. Se detuvo a unos metros. Era un hombre con una escopeta en las manos.
―¡A todo cerdo le llega su San Martín ―sentenció con voz aguardentosa. En efecto, era el Cojo.
―¡Ramón! ¿Qué haces? ―preguntó el Zapatero.
―Años siendo el Cojo y ahora soy Ramón. Qué cosas tienes, Zapatero.
―¡Cojo cabrón! ―gritó en una pura agonía Caraguapa―. ¿Qué haces tú aquí?
―¿No me esperabas?
El Cojo extrajo un cartucho de la canana y lo introdujo en la escopeta.
―Cojo, Felipe está malherido, hay que llevarlo al médico ―dijo el Zapatero―. No te vamos a denunciar a la Guardia Civil, estábamos robando, nos acusaríamos a nosotros mismos. Ayúdame, y aquí no ha pasado nada.
Silencio. El Cojo se limitó a extraer con suma parsimonia un segundo cartucho de la canana e introducirlo en la escopeta.
―No sé qué te habrán dicho, pero es mentira ―masculló Caraguapa con la mandíbula tensa, refrenando a duras penas los quejidos de dolor que pretendían acompañar a sus palabras.
―Vaya, vaya, parece que no tenemos la conciencia tranquila ―comentó el Cojo con ironía.
Jerónimo el Zapatero comenzaba a atar cabos y a asustarse de verdad: algún agravio tenía el Cojo, y encima acababa de cargar de nuevo la escopeta.
―Felipe, ¿qué has hecho? ―preguntó a su amigo.
―Contesta, Caraguapa. ¿Qué has hecho? ―dijo el Cojo con un deje sarcasmo.
―¡Nada! Yo sólo llamé a la puerta para ofrecer a tu mujer unas telas. Te estás confundiendo. Lo hago con frecuencia. ¡Pregunta por ahí!
―Así que fue una visita inocente, ¿no?
Caraguapa tenía una merecida fama de donjuán. Decían las malas lenguas que incluso había deshonrado a más de una joven. Pero una cosa era que una persona cons su fama galanteara a una mujer por la calle a la vista de todos mientras vendía sus mercaderías para atraer clientes, o en la fuente cuando ella iba a por agua, o en el lavadero, donde las galanterías pueden pasar por educación o el producto de un salero incontrolado, y otra distinta llamar a su puerta.
―Comercial… una… una visita comercial.
A duras penas pudo Caraguapa pronunciar estas palabras a causa del dolor. La sangre manaba de su espalda, y también de su pierna, a pesar del torniquete. Su rostro empalidecía por momentos. Sudaba.
―¿También eran comerciales los requiebros que le dedicaste el mes pasado en el lavadero? Mi mujer te sonrió. Tuve que darle su merecido cuando me lo contaron. Una mujer decente no puede aceptar las palabras bonitas de un hombre tú.
―¿Qué? ¿Le pegaste?
―Le recordé cómo debe comportarse.
―¡Cobarde! Le pegaste por nada. Yo sólo fui educado, y ella también.
―No, no lo fue. Ahora ya está bien educada.
―Cojo, no puedes matar a un hombre por haber llamado a la puerta de tu casa ―intervino el Zapatero.―No está bien hablarle a una mujer casada, pero…
―Pero, ¿qué?
―No ha hecho nada malo. Ya lo has oído. Sólo quería…
―¿Qué? ¿Qué quería?
―Vender ―terminó la frase Caraguapa. Sólo pretendía ganarme el pan.
―Ya. Te estabas buscando el pan. Como esta noche, ¿no?―Rio por lo bajo el Cojo. Fue la suya una risa siniestra que no auguraba nada bueno.
―Tú lo has dicho. Me estaba buscando el pan ―respondió Caraguapa con un hilo de voz.
―Ya… ―De nuevo una risa siniestra―. Pues resulta que no es eso lo que me ha dicho mi mujer.
―¿Y qué te ha dicho? ―preguntó Caraguapa.
―Que la puerta estaba abierta y que entraste con la intención de forzarla.
―¡Eso es mentira!
―Yo la creo.
―¡Pues es mentira!
―Te vieron salir.
―¡También es mentira!
―¿Qué va a decir tu mujer, si…? ―intervino el Zapatero.
―Si, ¿qué? ―preguntó el Cojo apuntándole con la escopeta.
―Si le pegas sólo por sonreír ―concluyó la frase Caraguapa.
Un silencio brusco solidificó el aire. Un silencio que anunciaba que algo malo iba a ocurrir cuando el tiempo volviera a correr.
―Ya está bien de cháchara ―zanjó el Cojo la conversación transcurrido un lapso que ninguno de los tres hombres habría podido mesurar.
Amartilló la escopeta.
―¿Vas a matarme? ―preguntó Caraguapa.
―Tonto no eres, eso está claro. Tampoco demasiado listo.
El Cojo se echó la escopeta a la cara y apuntó con cuidado a Caraguapa.
―Ponte en paz con Dios.
Ramón el Cojo dio este consejo a Caraguapa, pero no tiempo para seguirlo. Un parpadeo después le descerrajó un disparo que le destrozó el rostro. El Zapatero, aterrado, trató de alejarse de allí a rastras. Se detuvo cuando el Cojo le cortó el paso apuntándole con la escopeta.
―Lo… lo has matado ―masculló el Zapatero con voz trémula.
―Se lo merecía.
El zapatero miró al cadáver de su amigo con los ojos desorbitados.
―Y ha muerto por creerse más listo que los demás y por confiar en quien no debía ―añadió el Cojo.
―Sabías que íbamos a venir a robar.
―Sabía que tu amigo sentiría la tentación si yo me iba del pueblo. No es fácil robarme, tengo fama de no perder de vista lo mío.
―¿Fue el Cabrero quien le dijo a Felipe que te ibas a Sevilla?
―Suya fue la idea.
―El marido de Rocío la Pajarica.―Más que pronunciar, el Zapatero exhaló con dificultad esta afirmación con vocación de pregunta.
―¿Qué tienes tú que decir de la Rocío?
Mucho tenía que decir. Lo que le había contado Caraguapa.
―¡Habla con el Cabrero! Felipe era inocente. Tu mujer te ha mentido para que no vuelvas a pegarle y él te ha engañado para que lo vengues sin saberlo. Le has hecho el trabajo sucio.
El Cojo se echó de nuevo la escopeta a la cara. Jerónimo el Zapatero sólo veía una sombra que tenía la luna a su espalda. De haberle podido escrutar el rostro, habría percibido en él la duda. Ojos entornados, ceño fruncido.
―La Rocío…―murmuró.
―Sí, la Rocío. Felipe la poseyó en su propia casa. Me lo confesó el otro día. Ella consintió. ¡Tu mujer es inocente, Cojo! ¡Y yo también lo soy! Vete, ahora que puedes. No diré nada. Podemos enterrar a Felipe donde no lo encuentre nadie. No tendrás problemas con la Guardia Civil.
―No lo entiendes. Estoy en Sevilla. Varias personas pueden atestiguarlo. Y ésta no es mi escopeta.
―¿Tu escopeta? Qué… qué quieres decir…
―Que la mía no ha salido de mi casa y ésta la van a encontrar lejos de aquí, junto a vuestros cuerpos. Los civiles no podrán acusarme. Yo no habré matado a nadie.
―Nadie te va acusar, Cojo. Por favor.
Jerónimo escuchó la respiración ahora profunda del Cojo. Como si le faltara el aire.
―Has tenido mala suerte, hermano.
―Por favor. Tengo cuatro hijos.
―Y yo una honra que proteger.
―Una sonrisa no merece dos muertes, Cojo.
―No. No las merece. Ni tres. Pero ya es tarde para echarse atrás.