256. En la frontera del milagro

Anaya

 

Poligamano a Costa, era un pequeño pueblo de pescadores. Fue abandonado, y después, no hace muchos años, medio sepultado por un corrimiento de tierras. Construido sobre un espolón rocoso, entraba en el mar tan desafiante como pintoresco. Antes de 1987, cuando el negocio turístico comenzó a fijarse en esta parte de la costa italiana, pocos sabían de su existencia y menos de su pequeño puerto. Las cadenas hoteleras optaron por no construir. El proyecto de un gran complejo turístico se quedó en el plano al comprobar las insalvables trabas burocráticas y peculiaridades climáticas de la zona. La mayor parte del verano, el sol estaba tapado por nubarrones que entraban desde el mar hacia el interior. En el invierno se instalaba una niebla compacta que borraba el paisaje. Su historia arranca alrededor de una vieja torre romana sobre la que se fueron apoyando nuevas edificaciones Una torre que hacía de faro para avisar de la proximidad de la costa y del peligroso escalón de rocas que envió a más de una embarcación al desastre. Un pueblecito de calles estrellas y escaleras de vértigo que siempre terminan en un callejón sin salida. En la edad media decidieron amurallarlo aprovechando los riscos que una vez descortezados de salientes hacían imposible la escalada. En otros lugares, para sellar lo que la orografía había olvidado colocaron muros con enormes bloques de piedra que admitían todo tipo de siniestras troneras. Todo, incluso sus gentes, lo dotaban de una particular capacidad para guardar secretos. Por tierra, para acceder a él, había que atravesar las caprichosas montañas de Laginia, y sufrir los envites de dos horas en una tortuosa carretera. En línea recta apenas cuatro kilómetros lo separaban de la rica zona industrial del Riqueto. En la llanura del Riqueto una floreciente industria química se instalaba consolidando fortunas y prometiendo a muchos empresarios ser nuevos ricos. La circulación por la carretera, en los dos sentidos, parecía imposible hasta que se conseguía comprobar. Cuando coincidían dos vehículos había que detenerse y sacar alguna rueda fuera del asfalto facilitando el cruce. El vértigo, al apartar los ojos del trazado, multiplicaba la dificultad para cualquier conductor. La confianza, en la mayor parte del trayecto, estaba a prueba. Desde arriba son grandes rocas quienes amenazan al viajero. Un zócalo de peñascos con cientos de toneladas desafiando a la gravedad. En el otro lado, la seguridad de una caída mortal en un talud que se despeñaba hasta hipotético fondo. Un túnel, que lleva el nombre del patrón, acaba con la abrupta carretera obligándote a pasar bajo una enorme cruz que colgada en la bóveda y a pocos metros de la salida, te recuerda que aun puedes morir aplastado si cediesen las cadenas que la enganchan. Los ojos forzados a mirar hacia arriba encuentran un agujero en el techo que asciende vertical, al lado de la cruz, en lo que podría ser un antiguo pozo de ventilación. Unos segundos después, el mar se encarga de sacarte de esas cavilaciones porque hasta la boca del túnel llegaba el ruido amplificado de las olas rompiendo contra las rocas. Un sonido que al estar encajonado nadie asociaría con el mar. El conductor intentando el castellano afirmó –son las oles, du mare – Tal y como lo percibíamos parecían lamentos intentando escapar por el otro lado de la montaña.

Salíamos a la luz y crujía la carretera, ese trecho no era ya de asfalto. La gravilla que señalaba el camino se escabullía bajo la presión de las ruedas. Nos zarandeó el frenazo al llegar al tronco de un viejo olivo seco. Le habían clavado una chapa a modo de cartel. Sin esforzarse se apreciaba que era un recorte de una lata de lubricante. Sobre la marca comercial y con pintura negra escribieron el nombre “Polignano a Costa”.

Miré mi reloj, pensando en el frio. El sol, oscurecido por una tupida capa de nubes que intentaban saltar las montañas, me hizo volver a comprobar la hora. En agosto, a las tres de la tarde, es imposible sentir frío y tan poca luz. El día luminoso que comenzamos se había perdido en este lado de las montañas. Carlos sacudía los hombros y exclamaba un –¡Joder! – Durante el trayecto había permanecido en silencio. La carretera le quitó las ganas de charlar y eso que aún no habíamos tenido la oportunidad de intercambiar información. Ante desconocidos, la prudencia aconsejaba guardar silencio evitando descubrir nuestro propósito. El taxista abría el maletero y nos lanzaba el equipaje sin importarle el golpe. No llevábamos mucho porque nuestra estancia no se alargaría más de un par de días –incluso menos– Tenía prisa por volver y había cobrado por anticipado. Nos dio un ligero apretón de manos. Insistió –cuidado con contrabandista y bonitas vacaciones. Chao – La gravilla saltaba sometida por los acelerones del vehículo que maniobraba para colocarse en dirección contraria. Carlos, perplejo, miraba las malas maneras del taxista –Con el trastazo que le ha dado a la maleta… ha roto la cámara, la grabadora o todo– lamentó.

Cargábamos con los bártulos para abordar la cuesta, cuando nos cruzamos con dos curas de sotana y sombrero de teja. Nos registraron con la mirada y esbozaron un saludo colocando con desgana la mano sobre el ala del sombrero. Continuaron su camino. Las pequeñas casas de piedra se iban apretando en un laberinto de direcciones, pero no vimos a ningún lugareño. No era habitual ver a forasteros y les inquietaba nuestra presencia. Preferían examinarnos desde los ventanucos que nos rodeaban. Un famélico perro que huía calle abajo, estuvo a punto de hacernos caer al chocar contra nosotros.

-Un lugar lleno de alegría –dije. Con la broma intentaba disimular mis temores. Jamás nos encontrarían si nos arrojaban en algún barranco. Un tipo lúgubre con una escopeta doblada sobre el brazo bajaba la calle siguiendo los pasos del perro.

–¿Cazador? – preguntó en voz alta Carlos.

–Puede –contesté poca intensidad en la voz.

Detrás de una puerta engarzada en la vertical de un risco encontramos la pensión. Unos balcones sobre la entrada le daban aspecto de casa. Cualquiera, al entrar, temería darse de bruces contra un paredón de roca. Entrabas en un bar oscuro, de cuatro mesas y un pequeño mostrador de austeros tablones apoyados sobre dos viejos barriles que olían a combustible. Nos golpeó la sensación sofocante del lugar. Humedad y poco aire cargado de humo denso de tabaco. Resultaba evidente que no éramos bien recibidos y la insalubridad del alojamiento. Se levantaron murmullos y miradas que cacheaban a los dos andaluces en busca de habitación para pasar la noche.

Conseguir llegar a esa parte de Italia, nos había exigido un año de planificación. Hacernos pasar por fotógrafos contratados por la diócesis de Jaén con motivo de documentar a los santos que obraban milagros relacionados con el aceite nos pareció una buena tapadera. Carlos llevaba un dossier sobre uno que curaba afecciones de la piel mediante un aceite bendito. Ahora nos interesaba, San Lampatino, patrón de localidad. En su iglesia decían chorreaba, año tras año, aceite por las paredes dibujando escenas bíblicas. No era fácil, entrar en la Italia cerrada y mucho menos realizar cualquier investigación oficial. Ni el mismo Mussolini pudo gobernar en esa parte de la costa y eso que a base de explosivos y presos políticos consiguió ensanchar la carretera y construir el túnel. Las voladuras acabaron con todos los posibles opositores de la región y aseguraban que fueron miles. El gobierno se lo dio a una familia mafiosa a cambio de unos jugosos pagos en una cuenta en Suiza. La construcción de un base secreta para aprovisionar submarinos nazis fue el siguiente proyecto del dictador. Sobre esas instalaciones no había nada claro, pero existía la sospecha que hubo un atraque para buques cisterna y que incluso el combustible se bombeaba desde el Riqueto.

Mi escaso italiano, servía para dar las gracias y sonreír mucho, en cambio Carlos dominaba el idioma, aunque me confesó que los parroquianos se lo ponían muy difícil porque hablaban como si tuviesen la boca anestesiada. Acordamos ocultar su conocimiento para evitar problemas. La verdad es que los problemas los teníamos desde el principio, por eso disfrazamos nuestro objetivo, con el interés por su San Lampantino que le dio por hacer rezumar aceite a las paredes

En los negocios la moral se paga con dinero y quien descubre los pagos, seguro tiene problemas. Nosotros llevamos tiempo vigilando a un pequeño barco cisterna que salía del puerto de Valencia con aceite virgen extra y llegaba a destino con la documentación inmaculada pero los depósitos llenos de un refrito de aceites. Habían descubierto el movimiento del dinero de un intermediario, pero no podían relacionarlo con la trama del aceite. Teníamos que destapar al santo que era capaz de convertir las cisternas del aceite oliva virgen extra en un apto para el consumo.

A regañadientes nos colocaron sobre el mostrador las llaves de una habitación compartida y del aseo. Un chaval nos dijo en perfecto castellano –os llevo a vuestra casa –Menos mal que hablas castellano –le agradecí.

–Pensaba que ni podríamos pedir comida –añadía aliviado

Su rostro decía unos veinte años, y su camiseta que era un seguidor del Real Madrid.

–Soy Marcelo, soy guía en estos días, así que si necesitan algo me mandan aviso.  A pesar de su juventud, a sus palabras les faltaba la sinceridad. Se adivinaba que quería marcharse.

–Gracias Marcelo. Te aviso que tenemos hambre. Mientras dejamos las cosas, pregunta si nos pueden preparar algo –le dije.

Los muebles de la mazmorra donde íbamos a dormir acumulaban polvo suficiente para ocultar su funcionalidad. Fuera estaba el aseo, compartido con los clientes del bar, en mitad de la escalera y que no necesitaba llave porque la puerta llevaba años apoyada en la pared.

–Bajen. En un momento, les dan una mesa –grito el chaval.

Carlos murmurando un –despacito y sin equivocarse–.me dio un codazo. Con el dedo, dándose toques en la oreja, me insinuaba que escuchase. Acerqué la cara a la pared, el ruido de tuberías y de motores nos colocaba en el buen camino. Teníamos claro el riesgo de embarcarnos en esa aventura. La consciencia del peligro que nos acechaba la tuvimos en esa fonda. El bar, en los diez minutos que tardamos en bajar de la habitación, se había llenado convirtiéndose en el infierno de las intrigas. Acoplaron más mesas, todas repletas de curiosos con aspecto de pocos amigos que se daban hombro con hombro. La nuestra en el centro, dos sillas y dos platos de pasta con albóndigas humeantes.

Carlos preguntó si era nuestra reserva. El tipo del mostrador, con los dedos metidos en los vasos que después colocaría al lado de los platos, con el movimiento de la barbilla nos apuntó que era nuestra comida. Los murmullos se acallaron al sentarnos. Una voz ronca espetó algo que le hizo a Carlos colocar las dos manos en la mesa y casi saltar de la silla.

–Sonríe –dije–. El no pudo sacar la sonrisa. Su cara descompuesta me hizo dudar. Estaba pálido. Contenía los nervios. Con los ojos puestos en el plato de pasta evitaba mirar lo que sucedía a nuestro alrededor.

Acercándose a mí –Ha dicho que está noche nos rebanan el cuello y nos tiran al agujero del diablo.

En el barullo, alguien pedía paso para aproximarse a los forasteros. Un tipo con más pinta de contable que de cura se nos presentó como el párroco de Poligamano. Sin sotana y con un evangelio en la mano se identificó como miembro del clero.

–Bueno, bueno… periodistas españoles – Se colocaba en nuestra mesa, casi a la vez un tipo le arrimaba una silla.

Hablaba el castellano, mejor que nosotros. Me levanté y extendí mi mano para saludar, Carlos continuaba inmóvil, no apartaba los ojos del plato.

–Aquí las noticias vuelan –aseguró– pero disculpen –hizo una pausa mientras el camarero volvía a meter los dedos en los vasos para arrancarles una costra de mugre. Una botella volcaba vino con poca precisión, hasta el punto, de hacer rebosar el vaso que Carlos tenía justo enfrente.

–Conozco bien su país. España es un tipo especial de Italia –Su tono cordial proporcionaba seguridad. Sus ojos se detuvieron sobre el vino derramado y el camarero con un trapo, que nunca había visto el jabón, secó el charquito. Continuó – yo estuve allí en la guerra española con el Corpo Truppe Volontarie, ayudando a Franco -estiraba las palabras y los silencios –Hace tanto tiempo…

–Ahora voy a menudo a Valencia… y a Madrid…Tengo muy buenos amigos que me gusta visitar para recordar viejos tiempos –Desmontaba de su nariz unas gafitas redondas y con la lentitud de quien reparte cartas y va ganando, las introdujo en el bolsillo de su chaqueta. Creo que Carlos también, al ver perderse la mano en bolsillo, se sintió preso por escalofríos que contraían los músculos de la espalda. Hubiésemos salido, de allí, corriendo, pero una barricada de tipos desagradables nos impedía llegar a la puerta.

–Reconozco que tienen mano con el señor obispo…pero no olviden marcharse mañana con él. Yo me ocupare que tenga sitio, ustedes y su equipaje, en el coche –Se levantó, dos tipos que sin duda tenía formación militar, se le aproximaron para acompañarlo hasta la calle. El resto de los parroquianos desfilaba en procesión para salir. El local se despejó en unos segundos. Estábamos solos, con dos platos de pasta fría y un camarero que, sin quitarnos ojo, nos ignoraba.

Si pretendían amedrentarnos, lo consiguieron. Nos habían delatado. Me inclinaba por alguien del puerto o incluso de la naviera. Repasaba en la cabeza la investigación que el personal de aduanas realizaba. Estaba liado con reflexiones. Embarcar 20.000 toneladas de aceite es complicado, se necesitan enormes depósitos de almacenamiento. Trataba de imaginar el tamaño de las tuberías, de las bombas de trasvase. No paraba de darle vueltas al asunto.

Carlos por error le dio un trago al vino –ya puestos…en peores plazas hemos toreao– Intentaba recomponerse del susto y ahora pinchaba una albóndiga. –Mira. Los disgustos no me quitan el hambre–

En nuestras pesquisas averiguamos que Poligamano no tenía párroco asignado y que solo acudía uno para oficiar entierros. –¿Será el cura de los entierros? –le pregunté. Una albóndiga ensartada en el tenedor viajaba hacia mi boca.

–Sabe a cerveza –dije.

–A cerveza mala, a posos de cerveza mala… y recalentados al sol –confirmaba Carlos.

Lo verificamos viendo al tipo del mostrador vaciar los restos de las botellas en una jarra.

–Si al menos lo hiciese con dos jarras…Una para el vino y otras los culos de la cerveza –Carlos me miraba esperando mi opinión. Comimos pan y cenaríamos pan. El antro y el propietario demostraban su pésima reputación

La tarde la emplearíamos en recorrer las callejuelas y visitar la ermita del santo. Gastaríamos un par de carretes de fotos en lo que nos llamase la atención. Buscábamos instalaciones eléctricas, tuberías o cualquier conducción que sospechásemos pudiese estar soterrada. No encontramos nada. Terminamos en una ermita recién pintada que atufaba a disolvente. Nos llegaba, entre ola y ola, el soniquete del motor de una embarcación que parecía alejarse. Fotografiamos al San Lampantino y estuve a punto de rezarle para que me desvelase el misterio. Desde una de las casas se aproximaba una viejecita encorvada. –Falda, toquilla negra, mandil, sombrero de paja –me distraje pensando en su atuendo. Se coló entre nosotros. Con pasitos cortos pero rápidos se puso delante de una alacena dentro de la ermita. De allí sacó un cubo de pintura y una brocha. Los brochazos se estrellaban en la pared a pocos centímetros del santo. Estuvimos un buen rato mirando la extraordinaria agilidad de la anciana, acachándose y estirándose para alargar el brochazo. En el horizonte nuestro barco, a pocos kilómetros de la costa, comenzaba a desvanecerse con las ultimas luces del día.

Volvíamos a la pensión, encontramos calles sin alumbrado y casas vacías. Caminábamos con cuidado evitando torcernos un tobillo, el empedrado de las calles además de llevar siglos estaba sembrado de agujeros. Callejuelas solitarias, como si hubiesen conjurado al nadie. Decidimos refugiarnos en nuestra habitación. Carlos comprobó que el corcho de una botella de vino no tuviese trazas de estar manipulado, la compró.

Los gritos de amenaza no cesaron hasta las cuatro de la madrugada, entraban rebotando calle arriba hasta meterse por el ventanuco que nos proporcionaba algo de aire. Carlos, en su cama, mirando para arriba, se encargaba de traducirme los insultos que se referían a la familia.

–Dedicado… al padre, este para… la madre–decía.

Los disparos de una escopeta pusieron fin al griterío. En la calle, pasos apresurados se alejaban.

–Cuando venga el obispo, nos metemos en su coche y no salimos –le prometí.

Marcelo desde el pasillo aporraceaba la puerta. Yo intenté despegar mis huesos de la incómoda silla donde había dado algunas cabezadas y Carlos intentaba calzarse un zapato –con el otro durmió–

Nos presentamos ante el obispo que acaba de recibir el besamanos y la amabilidad del contable. –Los fotógrafos españoles –dijo. Nos invitó a entrar a la ermita mientras recalcaba las bondades del Santo. Le sugerimos que preferíamos ir al coche.

El barco no se veía. Imposible que se hubiese movido esa cantidad de aceite, para cargar la mitad se necesitan semanas de amarre. Tenía un terrible dolor de cabeza. Carlos calculaba todos los túneles y cuevas que perforaban el acantilado. –Imposible, pero participan –dije. Entraba en el Mercedes derrotado. Resignados esperamos la vuelta.

En Milán cogíamos el vuelo. El avión, en la pista, aceleraba motores para iniciar el despegue. Carlos intentaba explicarme el gradiente en las conducciones de agua para utilizar la gravedad a favor. Miraba por la ventanilla, dos aviones idénticos de la misma compañía quedaban atrás. Interrumpí a Carlos –¡Hijos de su madre! – exclamé. –Tienen un buque gemelo, así pueden preparar la carga.

Años después, me telefoneaban del despacho de Madrid. Llegó una extraña carta dirigida a los fotógrafos “A San Lampantino le ha dado por el vidrio y pasa las noches arrastrando cajas de botellas”.