255. No todos son iguales
– Da igual, coge el más barato.
Fue ahí cuando todo se detuvo: las luces se apagaron y la megafonía se convirtió en un sórdido zumbido. Asustado, comenzó a deambular por los pasillos. Ni rastro de su familia, ningún carrito aparcado. Las cajas, vacías, solo reflejaban el brillo de las luces de emergencia.
Todo se había desvanecido.
Aquellas palabras habían vaciado de vida el supermercado. Al doblar la sección de conservas, una luz brillante atrajo su atención. Ya sin aliento, se acercó para descifrar aquel enigma. Y allí, cegado por el destello y envuelto por una ligera neblina, comprendió dónde estaba.
Era un humilde olivo, con su tronco viejo, torcido y lleno nudos, el que reclamaba su atención. Y, a su lado, una familia. No una cualquiera: la suya. Sus padres y sus dos hermanas jugaban a su sombra, protegiéndose del sol, ajenos a cualquier preocupación. Detrás, otro olivo, también con su familia. Y así, sucesivamente, cientos y miles de olivos bajo los cuales descansaba, de nuevo, su propia familia.
Su madre, aún joven, como ya no la recordaba, se acercó sonriente. En la mano, aquella vieja botella, la que en su infancia siempre veía, manchada, pringosa y brillante, en la repisa de la cocina.
– No, hijo. No todos los aceites son iguales.
Le entregó la botella, de cristal áspero y tacto resbaladizo. Y, tras un chispazo, el supermercado volvió a la vida: las luces se encendieron, la música pegadiza volvió a sonar, los clientes volvieron a caminar. A su lado, como si la vida nunca se hubiera detenido, su hija metía en el carrito una botella.
– ¿Cuál has cogido al final?
Ella, con una media sonrisa, señalaba a la estantería: aceite de oliva virgen extra.
– Es el que siempre nos compraba la abuela.