252. Agua que sabe a ti

Juan Manuel Chica Cruz

 

Me gusta recorrer el camino pedregoso que lleva desde la carretera comarcal hasta el valle atravesado por el río Guadalquivir. El camino es sinuoso; va subiendo y   hundiéndose hacia el horizonte, como la vida,  entre vaguadas, montes y  olivares. Yendo por este camino también recorro  mis recuerdos desde cuando era pequeño. Ya hace mucho tiempo que vendí todas estas tierras, pero eso ya lo sabes. Fuiste tú quién me obligaste a venderlas y con tu parte del dinero alejarte de mí.

¿Sabes? Ahora mismo estoy  en la fuente del búho. Acabo de beber de su agua fresca que brota del viejo caño oxidado y siento como a través de mi boca junto al agua  entran muchos más recuerdos de toda nuestra vida pasada, juntos, aquí.

Apareció por   casa un buen día. Apenas sabía hablar español, solo francés y enseguida nos cautivó. Se presentó sin nada, con mucha hambre y  muchas ganas de labrarse un porvenir lejos de su tierra donde no tenía ninguno. Aprendió rápido las tareas del campo y se convirtió en mi mano derecha. Camile hubiese llegado a ser como ese hijo que nunca pudimos tener. Con el tiempo él se encargó de buscar la cuadrilla de jornaleros, todos venidos de su país, Guinea y otros vecinos. Él se entendía con ellos, en francés, muy bien. Conocía sus costumbres y eso facilitaba el que trabajaran bien en la enorme finca y no dieran problemas.  También te enseñó a cocinar algunos platos típicos  de su país. Los domingos te gustaba cocinar y  preparar comida para los jornaleros que en su día libre no podían irse lejos de allí. Con Camile aprendiste un par de trucos  para   hacer  migas que  hasta a mí, que no me atraían demasiado, saboreaba con placer.

Me gusta venir aquí, a la fuente del búho, a pesar de todo. Siento  estas tierras y sus olivares como si siguieran siendo mías aunque ya, por supuesto, sé que no lo son. La fuente está en una pequeña hondonada justo a mitad de camino entre la casa y el cortijo que habilitamos para los temporeros. Ignoro si allí seguirá alojándose gente con los nuevos dueños. Este camino lo he pateado  desde mi infancia en  innumerables ocasiones. Andando, corriendo, en bicicleta y en automóvil. Tanto, que puedo decir que forma parte de mí. Detrás de la fuente hay una falla geológica, una brecha de superficie brillante y muy pulida y  escarpada que abre como un cuchillo gigante la gran peña de la que brota el agua que después recoge esta fuente. No sé porqué la llaman fuente del búho. Mi abuelo tampoco lo sabía y   nadie a quién se lo pregunté.  De pequeño me gustaba llegar hasta aquí y asomarme por las pequeñas cuevas y oquedades de aquel peñasco de difícil acceso de detrás de la fuente. Allí solía ir a refugiarme cuando mi padre me quería atizar  con la correa, la pedagogía de entonces, cuando no había cumplido con sus tareas encomendadas como la  de limpiar los corrales, sacar bien toda la mierda de las gallinas y fregar el suelo con agua fría del pozo cuando todavía no se había secado.

Qué lástima que te dejaras sobre la cama aquel diario. Todo podría haber sido muy diferente si no hubieras sido descuidada dejando aquello a mi vista.

Desconocía que te  gustara escribir y, mucho menos, que tuvieras un diario. Creí que era un simple cuaderno de notas. Algo irrelevante, pero al abrirlo, me sorprendió encontrar secretos de ti que nunca podría imaginar. Ahora, con el efecto balsámico del tiempo, cuando ya es demasiado tarde, lo veo todo con otros ojos y no hubiera reaccionado igual, pero entonces el corazón rezumante de rabia se me quedó atrapado entre las líneas de tu diario.

Elena, sé que no me crees, pero intenté no leerlo. Sabía que aquel cuaderno era un santuario que no se debería profanar, pero no pude resistirme a conocer las impresiones  íntimas de la persona con quien compartía vida desde hacía más de veinte  años.

Apuré de un sorbo el café y arrojé lo que quedaba en el fondo  de la taza a la chimenea. El chisporroteo cuando el líquido cayó sobre el tocón de madera de olivo lo escucho aún con perfecta nitidez.

Salí al porche. Aún no había amanecido y el viento soplaba recio y frío. Tomé el camino hasta el pequeño cortijo que rehabilité con mi padre para alojar a los temporeros y detuve el vehículo en la fuente del búho, donde estoy ahora, para llenar unas cuantas garrafas de agua con las que pasar el día en el tajo recogiendo la aceituna.

Cuando llegué al cortijo, un edifico de dos plantas y un patio en el centro  ya me estaban esperando fuera, alrededor de una hoguera, los jornaleros que para esa campaña de recogida de la aceituna  había encontrado Camile. Eran ocho. Solo dos repetían. Camile, por supuesto,  y Drussi un nigeriano que había hecho muy buena amistad con Camile aunque algunas veces, por culpa del alcohol, aun siendo musulmán  se ponía más pesado de la cuenta y molestaba a los demás sobre todo cuando perdía a las cartas y no quería pagar las apuestas.

De tanto escuchar a Camile había  aprendido algunas palabras sueltas de francés. Aquellos jornaleros solían venir del África Occidental, sobre todo Malí, Guinea, Senegal y Ghana. Todos eran físicamente muy parecidos. Altos, espigados, de naturaleza fuerte y pacíficos. De carácter tranquilo. A pesar de su fortaleza y juventud en sus ojos se asomaba una tristeza infinita. Que recuerde solo tuve a mis órdenes a un africano con barba y pelo cano. Solían ser jóvenes. Jóvenes y audaces que habían sorteado muchos peligros en sus países de origen para llegar a una tierra extraña que aunque los acogía no les hacía sentir del todo bien y eso se notaba en su miradas apagadas.

Apagadas por la dureza de una vida en Europa y en África.

Pregunté por Camile.

Todos se miraron, hundiendo la cabeza entre los hombros y  nadie dijo nada.

—¿Dónde está Camile? Où est-il?-repetí en francés.

Drussi chapurreando  español y francés  dijo que el sábado lo había visto  después de regresar del tajo, pero que   ya el domingo –el día libre que tenían a la semana- no lo había visto  por allí.

Entré al cortijo y me dirigí a su habitación. La única que había en la planta baja. Todas las demás estaban en la planta de arriba. Su habitación era un espacio rectangular encalado de blanco  con una cama pegada a una de las paredes, un armario en la de enfrente y una mesita de noche al fondo. La habitación tenía una ventana que daba a la parte de atrás del cortijo. Me acerqué a ella y toque los cristales y por un momento me concentré en las   lomas infinitas de olivos que se divisaban desde allí. No había rastro de Camile. Abrí el armario y no estaba su  ropa. Tampoco había nada en los cajones de su mesita de noche. Todo parecía indicar que se había marchado. Quizás para siempre. No sería la primera vez que algún jornalero en mitad de la campaña desapareciera. La nostalgia. La dureza del trabajo, la falta de perspectivas, la familia tan lejana y la sensación de que tanto esfuerzo era para nada hacía que entraran en un bucle permanente de abatimiento y terminaban por marcharse. Eso le había podido pasar también a Camille, por muy bien que le hubiera ido a él, en comparación con el resto. Lo sorprendente es que  no había pedido el dinero que se le adeudaba. Cuando se iban  antes se pasaban por la casa y pedían lo que se les debía. Ajustaban cuentas  y se marchaban  como sombras agotadas de tanta existencia.

Camile no había dicho  nada a nadie. Ni se había preocupado en pedir los jornales que se le debían.

Abandoné la habitación y  me fui con la cuadrilla hacia el oeste  para recoger la aceituna de esa parte de la finca que aún quedaba pendiente.

En el camino  pregunté a Drussi

—Adónde crees que puede haber ido? Si hubiera encontrado un trabajo mejor me lo hubiera dicho.

—No saber, yo. Creo irse  por una mujer. Decirme que estaba con mucho amor.

Ya no  hice más preguntas y guardé silencio que solo rompía para dar órdenes a los jornaleros.

Pasaron todo el día hasta casi al anochecer vareando olivos y recogiendo la aceituna. La cuadrilla era fuerte y ágil. Muy competente y aunque la zona en la que estaban ahora era escarpada y había varios arroyos que había que salvar para pasar de una zona a otra, avanzaban con celeridad.

 

—Cuándo vas a denunciar la desaparición de Camille- dijo Elena.

—Denunciar qué. Se ha largado. Esto es un país libre. Qué voy a denunciar. Si se ha hartado  ha cogido su petate y ha marchado. No creo que haga falta llamar a la policía.

—Yo creo que sí-respondió Elena sosteniéndo la mirada-.La gente no se marcha así como así de los sitios, sin decir nada. Llevaba tres años con nosotros.

Cuando Elena  preparaba la comida algunos domingos para los jornaleros solía acompañarse de abundante cerveza y eso les gustaba mucho. Era una manera sencilla de abandonarse un poco de todo y ser feliz al menos por un rato.

Elena preparaba, guisos, arroz, pero sobre todo las migas que era el plato que más  solía gustar a los jornaleros. A Camille no le importaba ayudarla para darle vueltas con la rasera continuamente. Yo, prefería, sin embargo aprovechar para irme de caza y llegar hambriento cuando la comida estaba hecha y deliciosamente servida en platos.

<<Solo miga. No corteza. Mojar pan muy poco solo>>, le decía Camile a Elena el primer año  que estuvo con nosotros. En su tierra, de pequeño, recordaba a su madre y  abuelas hacer un plato parecido con pan de mijo. Allí cocinaban al aire libre, fuera de las cosas. Elena hizo caso a los consejos de Camille y desde entonces sus migas de los domingos eran estupendas. Tan estupendas que no  importaba que tuvieran trozos de panceta y chorizo.

Eso me hacía  gracia. <<Tanto no poder comer cerdo, pero cuando hace frío y hay hambre a vuestro Alá que le den morcilla>>, pensaba.

Camille, también iba hasta la fuente del búho para llegar garrafas de agua y llevarlas hasta la casa cuando la bomba del pozo se estropeaba. Un día que me encontré a Camille en casa me dijo que acababa de traer agua de la fuente. Me sorprendió por que yo hubiese jurado que la bomba del pozo funcionaba correctamente, pero Elena me aseguró que se había estropeado aunque misteriosamente había vuelto a ponerse en marcha sola.  Son cosas que ahora, con el tiempo, las hubiera mirado de otra manera.

 

<<Drussi me ha dicho que Camile ha conocido a una mujer>>, dije  sin darme cuenta de que mi rostro palidecía tanto como el tuyo.

Nunca supe cómo pudiste siquiera imaginar que yo tenía algo que ver con la desaparición de Camille. Era algo absolutamente imposible. Solo Camille fue testigo de como toque en  los cristales de su ventana,  como algunas noches también  hacías tú, adviertiéndole de tu presencia.  Entonces, imagino, Camille lleno de agitación te abriría la puerta. Nadie se enteraba de vuestros encuentros en su habitación, puesto que los demás vivían arriba. Era mucho mejor allí que en casa. Sobre todo después de aquella improvisación magistral con la bomba del pozo estropeada y arreglada milagrosamente.

Camille se sobresaltó cuando le despertaron mis golpeteos de nudillos en el cristal. No esperaba verme a mí si  no a ti. Disimuló como lo hizo antes en casa con la bomba estropeada y me abrió. Le dije que tenía un problema grave con el remolque y que si me podía ayudar. No sé si me creyó. Estaba muy indeciso. Quizá debería notar algo en mis ojos o en mi tono de voz. Se mostraba alerta, pero le golpeé muy duro en la nunca con la llave inglesa. Su última mirada seguía siendo una mirada triste, una mirada con una pregunta de por qué así, de porqué todo,  lanzada a un firmamento de estrellas como único   testigo de su muerte junto a mí.

Cargué con el cuerpo de Camille y lo metí en el coche. Recogí todas sus pertenencias y las rocié con gasolina, lejos de allí, detrás de la fuente del búho. Reconozco que antes de prender fuego a sus cosas rebusqué en sus bolsillos y entre sus pocas pertenencias por si había alguna nota tuya o algo de ti.  No encontré nada, pero qué importaba eso ahora. Todo estaba recogido en tu diario y  todo tu amor se lo llevaba puesto en cuerpo y ahora que sería enterrado para siempre en su alma. Conocía muy bien todos aquellos escondrijos de roca. No me costó esfuerzo hacer desaparecer  el cadáver. De hecho, nadie lo encontró. Ni siquiera tú y el tiempo poco a poco se encargaría de ir olvidándolo todo.

Incluso hasta a Camille.

<<Si no avisas a la policía lo haré yo>>, dijiste visiblemente ofuscada.

Pasaron algunas semanas y nadie daba  pistas sobre su paradero. No me esperaba a la Guardia civil allí. Miraron por todo el cortijo, por su habitación. Registraron también nuestra casa y, por supuesto, los alrededores. Yo estaba tranquilo. Nadie conocía aquella tierra como yo, y menos los vericuetos tras la fuente del búho. Me preocupaba que pudieran dar con tu diario y lo que me atormentaba era tu actitud. Ese interés en conocer su paradero podría hacer levantar sospechas de que había algo entre tú y Camile, lo que por supuesto me convertía a mí en sospechoso. El pobre Drussi solo podía decir que Camile estaba enamorado de una mujer, pero nada más, porque Camile jamás desveló vuestra historia a nadie.  Tú sabías sin duda que era de ti de quién estaba enamorada. No creo que los celos te hicieran pensar que hubiera otra mujer para Camile. También le dijo eso Drussi a la Guardia civil y dieron aviso a otras comandancias por si algunos temporeros de su país pudieran saber algo más de Camille, pero nada.

La Guardia civil me interrogó muchas horas y a ti también. Nunca encontraron ni supieron de la existencia de  aquel diario que una vez te dejaste olvidado sobre la cama y que lo leí en el mayor error de mi vida.  Ahí leí como el corazón te quería estallar cuando tocabas con los dedos en la ventana de Camille; lo que sentías cada vez que te acariciaba. Porqué tuviste que escribirlo todo. No te bastaba con solamente sentirlo. No. Tenías que escribirlo para así cada vez que lo leyeras experimentar de nuevo todo aquel torrente de amor y sensaciones que descubriste con tu amante Camille.

Claro que entendí tu mirada de hierro incandescente puesta en mí cuando te dije, con aire distraído, que te habías dejado sobre la cama el diario. Por supuesto, que por el tono de voz con que te lo dije no podrías imaginar que lo  había leído. Pero lo hice aunque nunca lo reconocí.

Leí lo que sentías por Camile. Lo que deseabas estar entre sus brazos aunque fuera en una cama pequeña y sucia. La alegría de toda una semana gris cuando el domingo cocinaba junto a ti para los jornaleros. Las veces que aprovechaba mis viajes a la capital para arreglar papeles y servías café  a Camile y os metíais en nuestra cama.

Todo eso fingí no saberlo. Te juré que nunca leí el diario, pero no me creíste. Como tampoco me creíste cuando te dije que ignoraba lo que había pasado con Camile.

Todo fue en vano. Enfureciste y quizás yo también. Nos divorciamos y te empeñaste en que vendiera todas aquellas tierras. Fue Drussi el que me dijo un día que me lo encontré en la plaza del pueblo buscando a alquien que lo contratara para trabajar como jornalero de la aceituna que le había llegado a sus oídos que te habías marchado a Guinea para visitar a la familia de Camile. Para decirle a su madre que aunque no sabía dónde estaba ya nunca más podrían verle.

Nunca me perdonaste, Elena.

Y ahora, en la fuente del búho recuerdo todo porque la fuente  recoge la  esencia de Camile. Su agua me sabe a vuestra historia de amor.    Camile y su memoria estarán en alguna parte entre aquellas rocas que filtran el agua que ahora bebo. Es mediodía y hace calor. Bebo de la fuente otra vez y no dejo de  acordarme de ti y de Camile. El sol está en lo alto. No tengo nada. Ni siquiera sombra