208. El espacio del olvido
Desde las entrañas de la piedra parecía rugir un monstruo. Pero solo era la inquietud del agua buscando salir para esparcir vida por aquellos campos. La riqueza reside en las manos surcadas de quien trabaja día a día, en los ojos humildes que ven crecer la aceituna y acarician las ramas retorcidas del olivo cual si fueran los brazos de un viejo labrador.
Aquella enorme piedra de la que antaño brotó un raudal, tenía un ojo indiscreto, testigo mudo del tiempo. Llevaba años y años observando el día a día de Samuel, su entrega en el cuidado de sus campos y el brillo de sus ojos cuando el oro líquido reposaba en sus garrafas de cristal. Siempre utilizaba garrafas u otros cacharros de cristal porque, murmuraba para sí, que esa belleza tan inalcanzable para muchos debía estar en un lugar diáfano para poder lucirse. Nunca hubo un oro de mejor calidad, siempre cuidó a sus olivos con tal mimo que vivía con la creencia de que ése aceite podría alargar la vida para poder tener más tiempo de hacer el bien a los demás.
Vivía solo, perdido en aquel valle. Cuando su familia decidió marcharse, él quiso quedarse allí. Le gustaba aquel lugar. Además, siempre le contaron que su madre le parió en aquellos campos. Y que uno de sus antepasados dio su vida por salvar aquellas tierras, eran unos lejanos tiempos en los que del ojo indiscreto brotaba un raudal de agua cristalina.
Él recordaba momentos vividos en su infancia. Cuando su padre vareaba las ramas de los olivos y el fruto caía cual lágrimas de misterio. Cuando su madre se ponía aquel enorme mandilón blanco y cogía las aceitunas o con un cesto de esparto que contaba ya con muchos años por las manchas negras que había en el fondo. Recordaba también a su abuelo juntando los restos de la poda y toda la familia rodeando la hoguera viendo quemarse el ramón. Eran recuerdos que siempre guardaría en su mente limpia de hombre de campo. Cuando laboraba la tierra, recordaba aquellos momentos. Cuando iba hasta el pozo y cargaba los cubos para regar sus tesoros no podía evitar sentir melancolía: cualquier tiempo pasado fue mejor.
Una vez, tuvo una brillante idea. Hacer un pequeño canal de agua desde el río hasta aquellos hijos que nunca le abandonaron: los olivos. Y se puso manos a la obra. Con su azada fue trazando un caminito que rodeó de unas cañas fuertes y así logró que sus niños tuviesen qué beber, sin necesidad de hacer sufrir a su añosa espalda -que debía ser vieja pero ya no recordaba. Hacía mucho tiempo que no celebraba cumpleaños, no sabía de fechas exactas. Sabía la estación del año en que se encontraba según las necesidades de los olivos. Por San Juan quemaba el ramón… por diciembre tocaba recoger los relicarios que guardaban el oro, su oro. Y se le pasaban navidades y fiestas de guardar sin darse cuenta que el calendario iba creando surcos nuevos en la tierra a la vez que en su rostro.
A veces, sólo a veces, cuando el sol comenzaba a jugar al escondite con el horizonte y empezaba a refrescar cerca de la acequia en aquellas tardes interminables de agosto, se dibujaban en sus pupilas las siluetas de los suyos empequeñeciéndose por el camino. Porque fue una tarde de agosto cuando su mujer y sus hijos decidieron marcharse. Él no lo entendía… ¡si aquel lugar era el mismo paraíso! Aquellos campos, aquel cielo, sus tesoros… Por supuesto, se negó a alejarse y escuchó cómo ellos repetían que volverían para que les acompañara. Pero cierto que nunca les creyó.
Durante mucho tiempo la idea de los celos de su esposa le estuvo atormentando y, acaso, ella tenía razón. Él se pasaba horas y horas mirando las hojas de los olivos, las acariciaba. Hasta en alguna ocasión, ella se lo reprochó. “Pasas más tiempo mirando esas hojas que mi rostro». Él, para tranquilizarla, decía: “Pero, mujer, es que estas hojas me recuerdan a tus ojos… ¿no ves que no es recta, sino que se inclina y revuelve? Es como cuando tú te das la vuelta y me miras de soslayo…”. Y era verdad, las hojas de los olivos parecían los ojos de una mujer, tan cierto como que él pasaba más horas mirándolas que los ojos de su propia esposa. Y no eran solo las miradas porque cuando veía alguna caída en el suelo, la recogía y la acunaba en la palma de su mano, la acariciaba como si fuese un pajarito caído de un árbol que sueña con volver a alcanzar el cielo. Esos celos eran reales. Y él siempre lo supo. Por eso no le sorprendió nunca tanto abandono. Es más, le gustaba estar solo. Solo… pero con sus olivos.
En los fríos días de diciembre y enero, cuando las aceitunas rebosaban belleza en las ramas de los olivos, echaba de menos a sus hijos. Le hubiera gustado que fuesen testigos de tan hermosa transformación del árbol. Era el momento adecuado de la recolecta y con cada fruto el olivo reventaría en oro puro. A partir de ahí, todo era como un parto. Todo un año de trabajo para ver dar a luz a aquella extraña criatura, el aceite, que traería al mundo la vida eterna. Sin duda alguna, lo que vivía Samuel de cosecha a cosecha era un auténtico milagro. Y añoraba tener a sus hijos al lado en aquel momento, sobre todo al mayor, Samuel, porque su nacimiento le premió con su mismo nombre. Hasta grabó ese nombre en el tronco de uno de los olivos, su preferido. Aquel que sobresalía triunfante sobre los demás. Ése al que el sol le premiaba cada atardecer con su último suspiro. Y, en las tardes de tormenta, sus ramas retorcidas, cual raíces, espantaban todos los rayos. El olivo era fuerte, como el mismo Samuel.
En la quietud de la noche, cuando las sombras se esparcían por todos los rincones de la tierra, las ramas de aquel olivo, retorcidas, parecían brazos clamando al cielo. A Samuel se le antojaba oír su gemido. Intentaba acompañarle murmurando una oración extraña, una súplica que recordaba entre nieblas. Viejos rezos de sus antepasados que le llevaron hasta aquella tierra y le colmaron de sabiduría. Sí… aquel olivo era un maestro para todos los demás. Permanecía en el centro y los otros marcaban su espacio alrededor de aquel monumento de la naturaleza labrada por el hombre, con sus manos y sudor. Samuel siempre supo que aquel olivo había sido el primero en llegar al lugar. Por ello, los demás habían crecido en torno a él. Incluso, contaba con una vieja leyenda, en la cual se relataba que antaño una paloma había robado una de sus ramitas para enseñarla a “no sé quién” -la cabeza del pobre Samuel ya apenas recordaba los nombres-. Su abuelo le enseñaba de niño unas piedras, las mismas hacían deducir que en tiempos inmemoriales el agua del mar llegaba hasta aquel lugar, acaso un brazo del mar soñó con acariciar esas tierras. Viejos cuentos que rondaban por su cabeza y que le hacían sentirse más cerca de aquel olivo cuyo tronco estaba grabado con el nombre de su hijo y el suyo propio.
El tiempo se deslizaba lento. Ya había olvidado que algún día prometieron ir a buscarle, tal como dijo uno de sus hijos. Solo en contadas ocasiones le parecía vislumbrar aquellas siluetas por el camino, alejándose… ni siquiera se paraba a pensar el tiempo que había transcurrido desde entonces porque él continuaba allí, como anclado en un lugar del olvido. Pero un lugar donde se sentía feliz, pleno, lleno de vida. Con solo mirar el oro líquido hallaba el sentido de la vida y el origen de la luz. Maravillado por aquel espectáculo del infinito, sus días pasaban como las cuentas de un rosario que se reza monótonamente, como las lágrimas caídas del ojo de un animal, de un buey que, una a una, tallaron un hueco en la tierra creando un manantial.
Era una tarde de agosto que Samuel dormitaba bajo el cañizo. Su sombrero de paja se deslizaba levemente por su cabeza al compás de sus ronquidos. Descansaba tranquilo, deslizándose en sus sueños entre olivos. El sol caía inclemente sobre los campos. Los olivos parecían susurrar mientras un pequeño riachuelo regaba sus raíces a través del canal rudimentario que Samuel hizo un día, llevando hasta sus plantas el agua del arroyo que brotaba de la fuente que había en la peña.
Samuel dormitaba cuando una sombra se posó ante él. “Buenas tardes, Samuel». Y una mano se alargaba para coger la suya con un dejo de afecto que hacía años no sentía. Él se sobresaltó al escuchar una voz humana mientras sujetaba su sombrero de paja para evitar el sol. Los rayos de Helios le deslumbraba pero intuía la figura de un hombre de mediana edad que esperaba una respuesta por su parte. Samuel se levantó con cierto miedo y preguntó con frases entrecortadas a qué debía esa visita. La respuesta no tardó en llegar: venía a buscarle. Pero, ¿cómo sabía su nombre? Aquel hombre le contó dulcemente que sabía su nombre porque era el mismo con el que a él le bautizaron. “¿Eres mi hijo, pues?”, le preguntó entre dudas de abrazarle locamente o rogarle que no le obligase a abandonar aquel lugar, su paraíso… ¿qué sería de sus olivos sin su amor? “No soy tu hijo», respondió de modo tajante el extraño que le visitaba pero que le recordaba a alguien. “Entonces, ¿quién eres?”, preguntó Samuel temeroso de la respuesta. El hombre le empezó a contar: “Verás, como te he dicho antes, mi nombre también es Samuel pero no soy tu hijo. Tu hijo Samuel tuvo un hijo. Y el hijo de Samuel también tuvo un hijo… a todos se les dio tu nombre. Yo llegué después… Siempre oí hablar de ti, de tu vida de ermitaño, de tus olivos y de tu obsesión de permanecer en este lugar. Nunca pensé que siguieras vivo, eres un milagro que el mundo modeló. Yo vine en busca de tu recuerdo y te encontré. Me llamo Samuel y soy tu bisnieto”.
Los dos se miraron sin saber qué decir. Todos los demás habían fallecido y el viejo Samuel seguía en aquel lugar como anclado en el tiempo, era como si en el valle el tiempo se hubiese parado. “¿Cuál era el secreto de aquel milagro?”, se preguntaba el recién llegado. Samuel también se encogió de hombros sin conocer la respuesta precisa en aquel instante. Con voz vacilante, preguntó a su bisnieto mientras le abrazaba: “¿quieres conocer este lugar?” El Samuel recién llegado asintió y pidió a su bisabuelo que se apoyase en su brazo, para así, andar mejor por el campo. El viejo caminaba aliviado con el presentimiento de que tenía cartas guardadas en la manga. La sensibilidad de quien había ido en su busca le hacía pensar que aquel valle también llenaría su corazón. Anduvieron mucho por aquellos lares, le contó del llanto del animal y de las lágrimas brotadas de la roca, de las antiguas piedras que contaban de la existencia del mar, de la paloma que le robó a un olivo hasta que, finalmente, llegaron hasta aquel veterano dueño del centro del olivar. El Samuel recién llegado tembló al ver su nombre grabado en aquel tronco mientras el viejo Samuel se emocionaba cuando dos lágrimas cayeron por las mejillas de su bisnieto. En las entrañas de la piedra el agua volvía a rugir como antes. Volvieron despacio y se sentaron bajo el cañizo, el sol empezaba a despedirse entonces lanzando sus últimos rayos. “¿Cuál es tu secreto, ¿cuál es el misterio?”, preguntaba el nuevo Samuel impresionado con todo lo que sus ojos habían visto. El viejo Samuel no respondió. Lentamente, entró en la casa y sacó un plato con dos trozos de pan. Después, quitó con delicadeza el corcho de uno de los tarros de cristal en que guardaba el oro líquido y lo vertió sobre el pan. “Toma, come. Has debido hacer un largo camino» Su bisnieto comió el pan sintiendo cómo el aceite se iba deslizando por sus labios y respiró hondo. Observó con detenimiento todo el lugar, aquella paz que se respiraba, la belleza de aquel majestuoso paisaje de olivos.
El viejo Samuel empezó a relatar: “ahora está todo tranquilo, básicamente hay que estar pendiente de que los niños beban lo suficiente, ya has visto el canalillo que les fabriqué…” El nuevo Samuel le escuchaba atentamente y la voz de viejo Samuel empezaba a temblar… hasta que murmuró a su bisnieto: “por favor, no me pidas que me vaya contigo, no me pidas que abandone este lugar» El nuevo Samuel, absolutamente superado por todos los sentimientos que brotaban de su bisabuelo y embriagado por la belleza del lugar, dijo: “No voy a pedirte nada de eso, lo único que quiero pedirte es que me abraces y me jures que cada tarde contemplaremos juntos este mismo paisaje, que mis ojos puedan ver a diario ese oro líquido. Te pido que me acojas por siempre en este espacio del olvido y que nadie nos encuentre jamás mientras nuestros brazos se convierten en las sombras de las ramas de ese olivo milenario que lleva nuestro nombre».
Desde las entrañas de la piedra, parecía rugir un monstruo… y fue que la tierra parió majestuosidad sembrando los campos de olivos y dignificando a un pueblo con la sabiduría y la eternidad.