164. Reflejos verdes

Carolina de las Heras Quirós

 

Aún no había llegado y ya la asaltaban serias dudas sobre si tenía sentido o no todo aquello y si iba a sacar algo en claro para ella. Sandra era la culpable de que estuviera allí y encima, en el último momento, no había podido acompañarla.

Marco había reservado aquellas vacaciones en un espléndido castillo-palacete, en medio de la inmensidad del mar de olivos de Jaén, para los dos, con tanto tiempo de antelación que, llegado el momento y con todo lo acontecido, se había olvidado de ellas. Así que cuando recibió el correo electrónico recordándole que tenían reservada no sólo una habitación, sino además todo un paquete de actividades de relax y gastronomía que ofrecía el ancestral castillo reconvertido en exclusivo balneario, lejos de atraerle la idea sintió de nuevo el amargor y la tristeza de la soledad en la que se había sumido cuando Marco se marchó.

Sandra fue la que se empeñó en que no podía desaprovechar esa oportunidad. Irían las dos y se darían un homenaje a costa de Marco, que también debía haberse olvidado de esas “minivacaciones”, porque no las había anulado y, como eran un regalo para ella, era a su email adonde había llegado el recordatorio de la reserva. Según su amiga, la venganza perfecta. Desamor a gastos pagados.

Y ahora se encontraba de camino al castillo, sola, porque, en el último momento, la madre de Sandra había enfermado y su amiga no había podido acompañarla…No, no era un buen plan, pero ya no había marcha atrás.

Reduciendo la marcha de su coche para no perderse detalle del paisaje, observó, casi sobrecogida, los campos de olivos sin límite, bañados por el sol, que en esas fechas primaverales aún no castigaba la tierra como en los meses de estío, pero que, no obstante, doraba las hojas de los olivos, en plena floración en mayo. La visión del olivar infinito bajo el sol le hizo sentirse pequeñita e insignificante, más aún de lo que llevaba sintiéndose los últimos meses.

La carretera estaba repleta de curvas y, según indicaba el navegador, tras el último giro vertiginoso de 180 grados, podría ver el castillo. La belleza de la edificación la absorbió de tal manera que al volver los ojos hacia el frente tuvo el tiempo justo de dar un volantazo para no atropellarlo: un niño había aparecido como de la nada, inmóvil, en medio de la sinuosa carretera.

Por suerte no iba muy rápido y el coche terminó por derrapar y pararse finalmente en el arcén de tierra sin chocar con nada, levantando una inmensa polvareda a su alrededor.

Aturdida, salió para asegurarse de que el niño estaba bien, pero no había ni rastro de él. Sólo lo había visto por una milésima de segundo. ¿Lo había visto? ¿Había de verdad un niño en medio de la calzada? Dudó. Entre el aturdimiento y los rayos del sol martillándole la cabeza, no estaba muy segura.

Miró a un lado y a otro de la carretera durante unos segundos. No había rastro del chico, suponiendo que hubiera habido uno.

Volvió al coche y recorrió los últimos metros hasta el castillo. Aparcó en un pequeño espacio destinado a los vehículos, sacó su maleta y subió los pocos escalones de piedra que llevaban al interior.

La sensación fue como entrar en un lugar conocido; familiar y acogedor. A pesar de los fríos muros de piedra, la esmerada decoración del vestíbulo y la iluminación le daban un aspecto cálido, hogareño. En tiempos debió ser un gran salón porque en una pared lateral pudo ver una enorme chimenea, sin duda perteneciente a la estructura original del edificio, que claramente había sufrido reformas. Buena parte de los elementos decorativos le hacían guiños al mundo del aceite y al olivar.

Se acercó a la recepcionista que le tomó los datos y le entregó una tarjeta de acceso a su habitación.

–¿Viene sola? Tiene contratado un paquete de servicios para dos personas –señaló, con voz queda. No había más personas en la recepción, pero, Silvia agradeció la discreción.

–Sí, mi amiga no ha podido venir.

–Bien, no hay problema, anularé los servicios de su acompañante –dijo, sonriendo con naturalidad. Le tendió un folleto. –Aquí puede ver lo que contiene el paquete. Cualquier duda, estamos a su disposición.

Silvia se alegró de poder descansar por fin. Subió a la habitación y, después de colocar su ropa en el armario, se asomó al pequeño balcón. Ya iba escondiéndose el sol tras los campos de olivos y decidió darse una ducha y echarse un rato antes de bajar a cenar.

Ya de noche, salió de su habitación. El palacete no parecía muy grande, sólo dos plantas de habitaciones, todas exteriores, y en el centro un patio al descubierto, donde le habían indicado que servirían la cena. Se respiraba silencio y quietud y se sorprendió al darse cuenta de que todavía no se había cruzado con nadie.

Caminó por la planta baja un poco desorientada y se encontró de pronto en una estancia tenuemente iluminada por pequeñas lámparas colocadas con minucioso detalle en varios rincones. Era una elegante sala de estar, con una gran mesa baja cuadrada en el centro y amplios sillones y sofás, con cojines, en colores cálidos, todo alrededor de una chimenea, ésta más moderna que la que había visto en el vestíbulo, pero también de piedra. Las paredes, vestidas de maderas nobles, estaban repletas de libros.

Sus ojos repararon en un gran cuadro, colgado en la pared sobre la chimenea. La pintura representaba a una mujer joven, de unos treinta años, con aire distinguido y ropajes que Silvia identificó como de principios del siglo XX. Su tez era ligeramente morena, los ojos grandes, oscuros, enigmáticos; tanto que Silvia, ensimismada, se sobresaltó al escuchar tras de sí una voz profunda.

–Bella, ¿verdad?

No había oído pasos. Era un hombre joven, quizá estaba allí antes de llegar ella y no se había percatado.

–Sí, lo es.

–Era la esposa del dueño del palacio, un conde perteneciente a una antigua familia jienense –continuó el chico. Silvia le observó con interés. Tendría unos cuarenta años. El pelo largo, rizado, lo llevaba recogido en un moño alto. Su barba, abundante y oscura, con algunas canas brillantes, le confería cierto aspecto bohemio. Unos grandes ojos oscuros de largas y pobladas pestañas miraban fijamente al cuadro, con admiración. Pareció reaccionar ante la mirada escrutadora de Silvia, apartando sus ojos del cuadro y fijándolos en ella. –Perdona si te he asustado. He estado enamorado de ese cuadro desde el principio, me gusta venir a verlo cuando no hay nadie.

¿Desde qué principio?, pensó Silvia. Por supuesto, no lo dijo.

–Tiene una mirada misteriosa y penetrante –admitió, volviéndose de nuevo hacia la pared de la chimenea. Observó con más atención a la mujer. Sí, desde luego, era hermosa. De su largo cuello colgaba un collar con una piedra esmeralda de forma ovalada, que parecía salirse del propio plano del cuadro, rodeada por una docena de lo que probablemente eran diamantes, engarzados en forma de orla. Era una joya impresionante.

–¿Conoces la historia de ese collar? –continuó el chico, como si hubiera leído su pensamiento. Ella negó con la cabeza, convencida de que él sí y que no iba a dejar de contársela.

–Fue un regalo de cumpleaños del conde para ella, doña Elvira. Pero se perdió en una noche desgraciada. Unos ladrones entraron en el castillo para robarla y se cuenta que ella se la dio a su hijo y le dijo que se escondiera. Los ladrones buscaron al niño, pero no lo encontraron. Poco después, apareció muerto, se cree que cayó desde la torre del castillo, que antiguamente se usaba como puesto de vigilancia. No llevaba la joya encima y nunca se encontró.

–Qué historia más triste –alcanzó a decir Silvia, dudando sobre qué parte sería real y cuánto invento de la gente del pueblo. –Imagino que los padres quedarían destrozados.

–También se cuenta que doña Elvira, debido al sufrimiento por la muerte del niño, se lanzó desde la torre y murió. Pero todo esto sólo lo sabemos gracias a los mayores de por aquí –apuntó el chico, encogiéndose de hombros. –Por cierto, lo siento, no me he presentado. Me llamo Pablo.

–Yo soy Silvia.

–Estás alojada aquí, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza, algo turbada. Le parecía muy atractivo y le preocupaba que su rostro estuviera desvelando ese pensamiento.

–Entonces seguro que nos vemos de nuevo. Que tengas una feliz noche –dijo Pablo, con una sonrisa, mientras desaparecía por una de las puertas de la estancia.

Silvia se quedó un minuto más allí, volviendo los ojos de nuevo, como hipnotizada, a la mujer del cuadro. Todo el palacete en sí, habitantes incluidos, parecía estar rodeado de un halo de seducción que la turbaba de alguna manera.

Aquella noche soñó irremediablemente con la mujer del cuadro y su joya.

Se despertó temprano y decidió que exploraría un poco por los alrededores, antes de ir a desayunar. Una vez en la planta baja, siguió las indicaciones del invernadero, en la parte trasera del castillo, y descubrió maravillada que se trataba de una construcción de cristal y hierro, antigua, pero muy bien conservada.

Paseó ensimismada entre las plantas y flores que no supo identificar, pero que desprendían aromas delicados y atrayentes, hasta que escuchó un crujido a su espalda. Se giró alarmada y se encontró de frente con un niño de unos ocho años, que la miraba sonriendo, con una gorrita campera en la mano.

–Hola, ¿qué haces aquí? ¿estás solo?

El niño asintió con la cabeza. De pronto, Silvia lo reconoció.

–Tú estabas ayer por la tarde en la carretera, ¿verdad? ¡Estuve a punto de atropellarte!

La sonrió, travieso.

–Ven –dijo, cogiéndola de la mano. Silvia se dejó llevar, algo aturdida entre la sorpresa, el aroma mareante de las flores y el aire mágico y hechizante del invernadero. Siguió al niño que la condujo hacia el interior del castillo, por una puerta diferente a la que había utilizado para salir. Todo seguía en silencio, parecía que no hubiera más huéspedes, ni siquiera se cruzaron con ningún empleado del balneario.

Llegaron hasta el salón del cuadro. Tampoco había nadie allí. El niño se paró frente a la chimenea y le soltó la mano para señalar hacia la pintura.

–Mira, ¿te gusta? Es una esmeralda.

–Sí, es muy bonita.

–Yo sé dónde está –continuó el niño. No apartaba sus ojitos de la mujer. ­–Tú eres guapa, te pareces a ella, podría regalártela.

–Pero, ¿qué estás diciendo? ¿Sabes dónde está el collar?

El niño no contestó. A su espalda, Silvia escuchó unos pasos y se giró comprobando que eran una pareja de ancianos que entraba en el salón, murmurando entre ellos. Le dieron los buenos días y se sentaron en uno de los cómodos sofás. Silvia respondió, volviéndose de nuevo hacia el niño, para seguir interrogándole. Pero se había esfumado, igual que en la carretera. Miró confusa de un lado a otro de la estancia. Desconcertada, se encogió de hombros y marchó a desayunar. Tenía reservado un masaje relajante con aceite de oliva y no quería llegar tarde. Le habían hablado maravillas de su acción terapéutica y de sus beneficios estéticos para la piel.

Poco después, expectante, esperaba al masajista, tumbada boca abajo, con la cabeza metida en el agujero de la camilla, sólo con una toalla sobre sus glúteos, y percibiendo el aroma a incienso que inundaba la estancia. Alguien entró.

–¡Buenos días! –La voz le resultó tremendamente familiar. –¿Preparada para una sesión de relax?

Reconoció a Pablo y le subió un inusitado calor desde el estómago hasta la cabeza. Imploró por no ponerse roja como una amapola, pero, como sabía que era inevitable, hundió aún más la cabeza en el agujero de la camilla.

–Mmmm…sí, de eso se trata, ¿no? –acertó a murmurar. Con suerte el chico no reconocería su voz.

–Silvia, ¿no? La Silvia de anoche en el salón, ¿verdad? Te dije que nos volveríamos a ver.

La había reconocido. Bueno, a fin de cuentas, ¿por qué le daba tanto apuro? ¿Porque el chico habría notado que le parecía atractivo? Lo era, estaría acostumbrado ya a ese efecto en las mujeres. Parecía una adolescente atolondrada.

–Sí, la misma, sólo que ahora con menos ropa –acertó a decir y se arrepintió en seguida. Pablo soltó una carcajada.

–Bueno, si te sientes incómoda puede venir otra persona.

–No, gracias, estoy bien. –Vaciló, pensando que habría sido mejor haberle conocido al revés, primero en la camilla y luego en el salón.

Minutos después, las manos fuertes de Pablo recorrían su cuerpo, resbalando sin embargo suavemente por su piel, relajándole los músculos y activándole el flujo sanguíneo. Terminó por rendirse al placer, se dejó llevar y disfrutó del aroma del aceite y de la calma que sentía en ese momento.

–¿Sabes? Hay por aquí un niño muy raro –se atrevió a comentar, una vez que se sintió más relajada.

–¿Un niño? No suelen venir niños al balneario –repuso Pablo.

–Pues a éste ya le he visto dos veces, el primer día en la carretera y esta mañana, en el invernadero. Pero lo más curioso es que me ha llevado hasta el cuadro del que hablamos ayer y me ha dicho que sabe dónde está el collar de la esmeralda.

Silvia sintió cómo Pablo detenía sus manos sobre su cuerpo una milésima de segundo. Inmediatamente reanudó el masaje en su brazo derecho.

–Y, ¿qué más te ha dicho?

–Nada…–se sintió algo avergonzada, pero continuó: –Bueno, que me parecía a la mujer del cuadro y que me regalaría el collar.

Pablo se detuvo de nuevo, esta vez unos segundos, y Silvia se incorporó un poco y le miró. Tenía el semblante serio.

–Si le vuelves a ver, llámame –dijo al fin. Se limpió las manos y apuntó algo en una tarjeta que le tendió. –Éste es mi número. En serio, si aparece de nuevo, no le hagas caso y llámame.

–Ehhhh…bueno, vale, sí, pero…–Silvia, sonrió, sonrojándose y le devolvió la tarjeta. –Déjala por favor encima de mi ropa, ahora mismo no tengo dónde guardarla.

–Claro, sí, perdona.

Todos en el balneario parecían estar rodeados de un aura de misterio, de embrujo. Y Silvia se sentía extrañamente atraída por esa magia.

Algo la despertó en plena noche. Había dejado la ventana abierta porque sintió calor al acostarse y las finas cortinas blancas revoloteaban con la brisa del campo. ¿Soñaba? Había una figura oscura, diminuta, a los pies de su cama.

Lejos de asustarse, se incorporó, sintiéndose ligera, como si flotara sobre su colchón. La silueta le tendió una mano y Silvia, confiada, se levantó y le siguió por los laberínticos pasillos del castillo, sin llegar a verla con claridad. Era una sombra oscura, pero con volumen. Se sentía tranquila, no percibía ningún tipo de peligro o amenaza.

De pronto se encontró iniciando el ascenso por una angosta escalera de caracol, siguiendo a la figura, que parecía flotar sobre el suelo. No escuchaba sus pisadas.

Al final de la escalera, se abrió ante sus ojos una amplia estancia circular con aberturas en todo su perímetro a modo de ventanales, pero sin cristal, de la que no pudo distinguir mucho más. Sólo les iluminaba la luz de la luna, que reinaba única en el firmamento oscuro, bañando los campos de olivos con su resplandor.

Y en el centro de todo estaba el niño, sonriente, con su gorrita campera y mostrándole el collar de la esmeralda.

–Es para ti, mamá, es tuya, la escondí como me pediste –le escuchó decir. La voz le llegaba distorsionada, como cuando alguien habla debajo del agua. –Pero me perseguían, sabían que yo la tenía, me asusté, subí hasta aquí y me caí, mamá…Yo sólo quería devolvértela.

Una fuerza inexplicable la empujó hasta él y tomó entre sus manos la espectacular joya. Sus reflejos verdes la hechizaron y cuando se deshizo del conjuro, se encontró de pie, sobre el poyete de uno de los ventanales. La misma fuerza que la había atraído hacia el collar, la empujó ahora hacia el vacío.

 

–El cadáver no tiene signos de lucha y arriba, en la torre, no hemos encontrado nada sospechoso –le decía el apurado policía a la inspectora que se había hecho cargo del caso. –A mí no me cabe duda: un suicidio.

–Señores, por favor, sean discretos, es un tema muy desagradable para los huéspedes. –El gerente del balneario casi parecía suplicar.

–Ya es la segunda mujer que muere aquí en circunstancias poco claras –intervino Pablo, mirando con desprecio al gerente, que parecía querer dar por zanjado el asunto lo antes posible.

La inspectora de policía le miró con interés. No le había dado tiempo a estudiar el caso y desconocía la existencia de otro suceso similar en el mismo lugar.

–La anterior también se suicidó, Pablo, la policía habló con su psiquiatra, tenía un trastorno de…–repuso el gerente.

–¡Ambas me hablaron de un niño, que aparecía y desaparecía, y que les dijo que había encontrado el collar de la esmeralda! ¡Y que se lo regalaría! –exclamó el joven masajista, con desesperación. –¿No les has hablado del collar? Este lugar está maldito.

–Disculpe, nos hemos informado y la víctima estaba pasando por una mala racha –intervino la inspectora, paciente. –Hemos hablado con una amiga suya que iba a acompañarla en este viaje y nos ha contado que estaba deprimida, su pareja la había abandonado recientemente…

–¿Me está diciendo que no van a investigar? Que las dos estaban taradas, ¿y ya está? –Pablo miraba irritado al gerente y a la inspectora y ellos lo miraban a él con aire condescendiente.

Allá arriba, desde la torre, el niño los miraba a los tres, balanceando entre sus deditos el collar de la esmeralda de su madre.