154. El árbol caído
Las máquinas excavadoras arrancaban los olivos formando montañas de tierra a su alrededor. Las raíces se aferraban con tanta fuerza, que resultó ser una ardua tarea despojar aquel terreno de los árboles milenarios que lo poblaron hasta entonces. Las ramas se quebraban y los troncos, despoblados y maltrechos, parecían gigantes caídos tras una batalla. El paisaje se derrumbaba por momentos, mostrando un aspecto grotesco a aquellos que lo contemplaban.
Marcos miró a su hermano y vio como se le humedecía el rostro involuntariamente. Las lágrimas resbalaban por su cara marcando unos surcos que, por un momento, se asemejaban a los de la propia tierra que tenía frente a él como si se reflejara en un espejo.
Les costó mucho tomar esta decisión, pero era la voluntad de su padre el hacerlo, para convertir aquella parcela de olivos en un complejo turístico en pleno corazón de Jaén. Una extraña sensación les invadía y, en el fondo, los dos hermanos se sintieron unos asesinos sin piedad que estaban acabando en horas con años de historia.
Las imágenes de su infancia corriendo entre aquellos árboles, subiéndose a sus ramas y escondiéndose tras sus troncos, mientras la cuadrilla de aceituneros recogía la cosecha, le venía a la mente sin cesar y un nudo en la garganta les impedía tragar la saliva.
Su padre, aún caliente en la tumba, lo dejó todo arreglado y ellos solo se limitaban a cumplir lo que con tanto ahínco persiguió y que finalmente no pudo ver con sus propios ojos.
Carmen, su madre, perdió su voluntad con los años y se escondía en el cortijo que era su hogar, refugiándose del mundo.
Las hileras de olivos caídos, esperaban ser recogidos y transportados para aprovechar su madera. El conductor bajó de la máquina un momento y se dirigió a ellos. Llegaba sudando, enrojecido por el calor y un poco exhausto.
– ¡Yo no he visto en mi vida nada igual! -exclamó-. No sé el tiempo que estos olivos llevan agarrados a esta tierra pero, desde luego, no quieren soltarse de ella. Me está costando la vida poder arrancarlos, sobre todo en el que ahora mismo trabajo. Parece que las raíces se fueron al mismo núcleo del planeta, ¡carajo!
Se desplazaron hasta allí acompañándolo para comprobar lo que decía y observaban como la maquinaria agarraba voluminosas bocanadas de tierra intentando profundizar y, al fin, poder tirar aquel enigmático y enorme olivo.
La tierra se movió al recibir el árbol caído. Sus raíces eran extrañas y retorcidas. Todos se acercaron a examinar tan peculiar escena y giraban en torno a él, admirando su robustez y fortaleza.
Los gritos de Marcos alertaron a su hermano Lázaro, que corrió hacia donde se encontraba pensando que había sufrido algún accidente entre aquel movimiento de tierra.
Pero nada más lejos de su intuición le pudo hacer presagiar lo que iba a ver. Las raíces de uno de los troncones del árbol que acababan de sacar con mil esfuerzos estaban rizadas como un buche que sujeta y mece un preciado tesoro para que nadie se lo arrebate. Un esqueleto humano era rodeado con bastas raíces, manteniéndolo en posición horizontal tal como fue enterrado y completamente entero, como si un nicho lo hubiera acogido en su lecho. Todos los presentes observaban en silencio tan dantesco espectáculo, incrédulos de la imagen que estaban presenciando.
La policía paró las obras de excavación y mantuvo vigilado el lugar, en tanto el juez y los forenses hacían su trabajo meticulosamente, intentando separar los restos del cuerpo de los desgarbados lazos que se adherían a él. El misterio de quién sería aquella persona y la peculiar forma en la que fue encontrado, sembraba la intriga en los lugareños y en los que encontraron tal hallazgo.
Carmen sucumbió también ante la intriga y salió al fin de su jaula marchita para ver la escena.
Su falda volaba con el viento en mitad de aquellos campos y algunos mechones de su pelo escapaban de su moño buscando la libertad. El mutismo cubría su imagen arcana, hasta que una voz quebrada salió de su cuerpo.
– ¡Estabas aquí!
Sus hijos la miraron entonces sin entender su expresión. ¿Quién estaba ahí? ¿A quién se refería su madre? ¿Conocía acaso la identidad de la persona cuyos restos aparecieron en la excavación?
Las dudas flotaron entonces en el aire y se sintieron aturdidos. El juez se acercó a Carmen y le hizo una sola pregunta.
-Señora, ¿usted sabe…?
No lo dejó terminar, solo dijo:
-Creo que sí.
Todo sucedió mucho tiempo atrás. Carmen llegó al cortijo de la Alberquilla, en calidad de invitada, para asistir a un evento de la familia García. Ella, junto a sus padres que eran muy buenos amigos de Diego y Sofía, los patriarcas, fueron invitados a pasar una temporada en la fica con motivo de la celebración de sus bodas de plata. Carmen era hija única del matrimonio y su juventud, su belleza y su forma de ser, extrovertida y cariñosa, los cautivó a todos de inmediato. Sofía le decía que siempre soñó con tener una hija como ella, pues solo tuvo dos hijos varones, Simón y Marcelo.
La finca era una extensa masa de olivos que regaló la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena al abuelo de Sofía, por ser uno de sus fieles servidores tras el fallecimiento de su esposo y rey, Alfonso XII, durante su regencia y hasta que su hijo cumpliera la mayoría de edad para asumir el reinado.
Marcelo fue siempre el hijo predilecto de Sofía y Simón moría de celos por ello. Todo se agravó cuando Carmen y Marcelo se enamoraron como locos durante su estancia en la casa. El carácter de Simón se volvió huraño y los celos que sintió hasta entonces por la relación especial que mantenían su madre y su hermano se volvió enfermiza.
Cuando vieron a la muchacha llegar ambos se sintieron prendados y Simón pensó que sería una esposa ideal para él, además de ganarse el favor de su madre al contraer matrimonio con ella. Pero Carmen solo tenía ojos para uno de los dos hermanos, ignorando al otro, y fue finalmente Marcelo el que se comprometió con aquella muchacha joven y hermosa que llenó la casa de alegría. Pasados unos meses y a punto ya de contraer matrimonio la pareja, una noche Marcelo desapareció. Nadie supo de su paradero y la tristeza invadió a la familia, que indagó hasta la saciedad intentando encontrarlo sin hallar ninguna pista sobre su paradero. Pero un día aparecieron las ropas de Marcelo desgarradas y llenas de sangre como si algún animal lo hubiera atacado y devorado posteriormente.
Sofía murió al poco tiempo, no pudiendo soportar la pena por la pérdida de su hijo menor y su marido perdió el norte por la tragedia vivida. Simón cogió entonces las riendas de la casa y de la finca para intentar que todo fuera con el tiempo retomando la normalidad perdida. Carmen permanecía aún en la casa cuando sucedieron los dramáticos sucesos que desmoronaron a la familia, ocupándose de Diego y cuidando de él. En el tiempo que convivió con ellos se encariñó especialmente con aquel hombre, sencillo y noble, que la trató como a una hija.
Ella era como el viento que mueve las hojas y, sin saberlo, las hace volar muy lejos del árbol que las acogió.
Simón se fue ganando su cariño con el tiempo, hasta que al final ella, tras miles de proposiciones intentando convencerla de lo imprescindible que era su presencia para su padre y para él mismo, accedió a compartir la vida con ellos.
Simón y Carmen contrajeron matrimonio y poco después nació su primer hijo. La llegada al mundo de Marcos supuso para todos una gran alegría y la maternidad llenó de gozo sus huecos vacíos. Luego, tres años después, nació Lázaro y la paz al final consiguió envolver de nuevo a la familia hasta que, pasado el tiempo, Simón decidió ceder su propiedad a una empresa que quería construir un gran complejo turístico entre olivos, compartiendo sus beneficios. Carmen se negó al escuchar a su marido poner encima de la mesa el proyecto.
-Tu hermano amaba esta tierra y sus olivos, no puedes hacer que desaparezca todo, sería como si su recuerdo se marchara para siempre de nuestro lado.
Solo una frase y, sin embargo, para él fue como un dardo que se clava en el cuerpo inyectando un veneno que mata lentamente.
No lo había olvidado. Su presencia flotaba en el aire y a pesar de los años que habían transcurrido, Simón sintió que su amor por él seguía intacto. Es más, pensó que si continuaba allí a su lado, era solamente porque fue en el lugar que conoció a Marcelo y se enamoró perdidamente de él. Entonces la furia hacia ella se volvió incontrolable y su trato amable se convirtió en dominante y acaparador, celoso de un amor que pensó desaparecido en el recuerdo. Todo esto hizo que su empeño en deshacerse de la finca se hiciera más fuerte. Carmen se recluyó en la casa cansada de su actitud hostil y cada día más triste y marchita. Sus hijos apreciaron el cambio que había tenido la relación entre sus padres, pero no conseguían comprender el porqué. Pasaban con ella todo el tiempo que podían, intentando animarla, pero no conseguían sacarla de su apatía y su tristeza. Ya ni tan siquiera se ocupaba del abuelo, al que dedicó tanto tiempo y cariño desde que entró en estado de shock tras los sucesos que acontecieron años atrás. Todo se agravó con la imprevista muerte de Simón, producida por un infarto que destrozó su corazón de forma fulminante.
Carmen declaraba lo sucedido ante el juez y afirmaba que los restos que se adherían a las raíces del olivo eran las de Marcelo. Sus hijos la miraban sorprendidos sin entender a dónde quería llegar con aquel testimonio que a ellos les parecía un tanto ridículo e incomprensible, hasta que el forense hizo su trabajo y determinó que realmente su madre llevaba razón: Marcelo García estuvo enterrado bajo el olivo todo aquel tiempo y, por alguna extraña razón, el árbol se encargó de mantener su cuerpo casi intacto hasta que lo descubrieron.
Pero parte de la verdad aún estaba por descubrirse. Marcelo fue asesinado, las heridas de una navaja produjeron su muerte y también fue enterrado desnudo como su madre lo trajo al mundo.
Dieron sepultura al cadáver al lado de su familia y al llegar a su casa, tras el entierro, los tres se sentaron en torno a la mesa de la cocina para tomar un café caliente, intentando comprender qué había sucedido con aquella persona que fue su tío y por qué ocultaron a los jóvenes su existencia durante toda su vida.
Ella le relató toda la historia, visiblemente emocionada, como si volviera a revivir todos aquellos momentos.
-Yo no supe el odio y los celos que sentía papá hacia vuestro tío hasta que le pedí que mantuviera esta finca en tal estado, por la memoria de Marcelo. Él amaba los olivos y la tierra en la que nació. A partir de ese momento vuestro padre enloqueció y se volvió agresivo conmigo. Nunca dudé de que la muerte de vuestro tío había sido un trágico accidente, hasta entonces. Cuando escuché el hallazgo de un cadáver en los olivos, lo comprendí todo.
-Mamá, pero son puras hipótesis, nadie puede probar lo que lanzas en tus suposiciones – comentó Simón.
-Es cierto, hijo, nadie lo puede probar, pero yo lo sé.
Lázaro se puso de pie y muy afectado y nervioso comenzó a recriminarle:
-Entonces, ¿tu amor por papá siempre ha sido fingido? Nos desmontas la vida con tu testimonio…
-No, hijo, no debes pensar eso. Yo he querido a vuestro padre y hemos sido muy felices, sobre todo cuando ambos llegasteis a nuestra vida. Pero el amor por vuestro tío Marcelo era distinto, quizás su desaparición me hizo idealizarlo más y, por eso, no pude dejar de venerar su recuerdo. Pero era solo eso, un recuerdo. Nunca llegué a imaginar los enfermizos celos que papá sentía hacia su persona. Cuando nacisteis me propuso que no habláramos de él para no agravar el estado de tu abuelo al recordárselo y yo pensé que era cierto, hasta ahora que aparece la verdad como una espada que atraviesa las entrañas.
Pararon las obras y se tomaron un tiempo para reflexionar sobre lo sucedido. Necesitaban buscar la verdad, pero no encontraban la forma de hacerlo hasta que, sorprendentemente, una noche su abuelo abrió los ojos cuando se acercaron a darle las buenas noches, como cada día al acostarse y, como un milagro, su voz perdida en los confines del tiempo salió de su boca antes de expirar.
-Coged una carta que escondo dentro de mi colchón, ahí hallaréis la verdad. Solo deseo que Dios me pueda perdonar.
Su último aliento se fue aquella noche para subirse sobre las lomas de olivares que los rodeaban buscando la paz.
Estando aún de cuerpo presente no pudieron aguantar la intriga y, antes de amortajar su cuerpo, removieron entre el colchón hasta que un sobre cerrado y arrugado les vino a las manos.
Solo el difunto y ellos tres se encontraban en la habitación. Fuera el viento movía las ramas de los árboles con furia y las sombras de la noche se cernían misteriosas como si la intriga por descubrir la verdad quisiera traspasar los cristales de su ventana. Carmen pidió a sus hijos que leyeran lo que el abuelo en algún momento consiguió escribir para dejar testimonio de lo que sucedió.
Mis hijos: Caín y Abel. Yo los vi aquella noche en los olivos. Peleaban por Carmen, peleaban por la tierra, peleaban por todo, se reprochaban e insultaban sin cesar. Pero ella era ajena a su rivalidad y no tenía culpa de nada. La abuela Sofía sí que la tuvo. No se puede querer más a un hijo que a otro; siempre se lo dije. Pero Marcelo se parecía mucho a mi hermano Jacobo y Sofía estuvo enamorada de él toda la vida, la historia se repite, solo que yo, aun sabiéndolo, jamás les haría daño. La tierra aquella noche me tapó la boca y callé. La verdad destrozaría a Sofía, mi amor. Marcelo quiso evadirse de la pelea e intentó escapar, pero la ira de Simón no tenía freno y, viéndose de nuevo empequeñecido por la actitud noble de su hermano, le clavó una navaja por la espalda. Lloró mucho, yo lo vi llorar sobre su cadáver durante horas gritándole al viento: “Dios, ¿qué he hecho? ¡Marcelo! ¡Marcelo!, perdóname…”. Me clavé las uñas en la piel, hasta alcanzar casi el hueso, por no haber actuado antes impidiendo que sucediera aquella tragedia. Pero yo pensé que era una pelea más, entre tantas, y ya no se podía hacer nada, solo callar. Se fue de allí enloquecido y dejó el cuerpo de Marcelo tendido bajo un olivo. Yo me arrastré por la tierra hasta él, lo agarré en mis brazos y le pedí perdón por no haber intervenido impidiendo que sucediera aquella tragedia. Exculpé a su hermano, diciéndole que todo fue culpa mía. Ellos fueron víctimas de un amor desequilibrado que yo consentí. Lloré hasta vaciarme. Me apoyé en el tronco de aquel olivo y supe que su cuerpo debía yacer allí, bajo su tronco y pegado a la tierra que tanto amó. Lo desnudé, que Dios me perdone, y ahondé en la tierra para enterrarlo. Llevé sus ropas lejos de allí, las desgarré y las manché con la sangre de un animal que yo mismo maté con la escopeta. Había perdido a un hijo, no podía perder al otro.
Marcos mandó llamar a los trabajadores para continuar con su trabajo de excavación semanas después. Los dos hermanos se acercaron a la zona al alba y vieron como llegaba de nuevo la maquinaria. Se quedaron mirando el olivo que acogió en sus raíces el cuerpo de su tío durante tanto tiempo. Algo se activó en la mente de ambos al ver aquel gigante caído y escucharon frases al unísono como si el olivo les hablara. Simón agarró el hombro de Lázaro que comprendió su gesto de inmediato y salió a toda prisa en dirección a donde la máquina excavadora se encontraba. Una sonrisa se dibujó en sus rostros cuando el olivo fue puesto en pie para volver a introducirlo en el hueco del que había sido arrancado.
-Lo siento, papá, pero no voy a dejar que la historia vuelva a repetirse -dijo Simón al viento.
La finca de la Alberquilla continuó con su producción de aceite como hasta entonces, solo que la aceituna del enorme olivo que acogió los restos de Marcelo, fue exprimida aparte a petición de Carmen y cada día, sentada en el porche de su cortijo, regaba el pan en sus desayunos con su aceite verde y sus recuerdos rojos.