110. La noche

Segurilla

 

«Nada malo puede pasar en una noche tan hermosa como esta», piensa Sahid, embriagado por la luz plateada que la luna llena proyecta en la tierra blanca desde el cielo raso y quieto. Las hileras de olivos sin frutos se erigen a su alrededor como un ejército desarmado. Apenas falta un par de horas para la media noche y, sin embargo, puede distinguirse la cara de un hombre a un centenar de metros, los montones chamuscados del ramón en los que aún se conservan ascuas. Una intuitiva alerta cosida a su suerte le aconseja buscar el abrigo protector del tronco de una oliva. La textura retorcida de la madera en su espalda le despierta los dolores que la excitación de la cita le había aplacado: la lumbalgia, el dolor de las rodillas entumecidas por las horas de rebusca clandestina sin rodilleras sobre el congelado y áspero suelo, se alinean con las punzadas agudas en las yemas de los dedos de las manos, desfiguradas contra la dureza de las aceitunas incrustadas en los pliegues del terreno.

La noche clara y verdosa es fría. Vaharadas de aromas oleaginosos a manzanas y hortalizas provenientes de la almazara despiertan su olfato aterido. El silencio es alterado por las carreras desesperadas de las alimañas que huyen de las lechuzas, por las furtivas andanzas de un tejón que aguza su hambre en las temblorosas madrigueras, por los pasos amortiguados del zorro que presiente a la perdiz. En el campo la noche y la muerte es la misma cosa. La crueldad de la supervivencia solo es abatida por la llegada de la luz, en la que vida se reivindica de nuevo. Se arrebuja en el cuello de la pelliza rescatada del contenedor que le ha regalado Julia y que perteneció a su padre. Se calienta las manos con su aliento. Levanta las rodillas y mete la cabeza entre ellas. Algo inaprehensible le advierte que no debe encender fuego, dejar tan a la vista su ubicación. Se vuelve invisible. Espera a que venga el capataz con su dinero, le pague y empiece una nueva vida con la que lleva soñando desde que llegó a la península en una patera, hace ya algunos años. Esta noche no regresará a la cochera en la que el padre de Julia, el señor Martín, aloja a los temporeros sin casa que recogen la cosecha de aceituna a cambio de una ligera merma en el salario. Esta noche con el bolsillo lleno del dinero ganado en la rebusca gracias a la generosidad del capataz que le ha procurado el clandestino monopolio de la tarea, sumado a los jornales ganados en la campaña de recolección, con Julia hospedada en su abrazo, cogerán un tren hacia la costa en la que reclaman mano de obra para la construcción. Allí espera la ilusión de una alcanzable felicidad. Espera, confía en que todo saldrá bien, confía en la ayuda del capataz, a pesar del desprecio con el que le trata.

«¡Que noche tan hermosa para empezar una nueva vida!», piensa Julia mirando el cielo a través de la ventana de su dormitorio tras arrojar una pequeña maleta sobre los matorrales que circundan la casa. En la mesa, Julia lucha por ocultar su temblor de manos delante del padre. Tiene un nudo en el estómago que le impide comer a pesar de la insistencia de su madre. Su padre está raro: no ha hablado en toda la noche y ha esquivado su mirada. Apenas ha probado bocado. Pero si se ha despachado la botella de vino. La madre pregunta si no está buena la comida, aliñada con el aceite verde de la cosecha temprana que marca la prosperidad del negocio, sobre todo este año de sequía y de pocos kilos. La falta de agua hace que la aceituna se agarre a la rama y dificulte la recolección y los salarios de los jornaleros que han de incrementar su esfuerzo para extraer los kilos que agraden las cuentas del patrón. Algunos jornaleros se lastiman, se hacen daño en la espalda y en la cintura al emplear más fuerza con las varas y con las espuertas, se desgarran las manos y las rodillas. Julia los cura para que no vayan al médico y les hagan preguntas incómodas sobre los libros en los que se apuntan los jornales. Sahid se cayó del remolque y se hizo un esguince en un tobillo. Julia le vendó el pie y le aplicó la pomada los días que no pudo ir a trabajar y tuvo que guardar reposo en la cochera, sin ganar el jornal y metido en la cama para no morirse de frío. Julia le llevó la comida y la compañía.

Tras recoger la mesa, como cada noche, Julia sale al fresco a fumar un cigarrillo y darle una vuelta a la cochera para asegurarse que no sale humo. A través de la ventana enrejada ve a su padre inclinado sobre la libreta de las cuentas para apuntar los recibos que le han dado en la almazara. La madre se sienta frente a la televisión. Julia recupera la maleta extraviada en los matorrales. Pone rumbo a la estación de ferrocarril. No mira atrás, si lo hiciera, podría comprobar como su padre la ve partir.

«Nadie debería morir antes de contemplar una noche como esta», dice en voz alta el capataz, oculto tras la columna principal de la estación de ferrocarril, a la espera de Julia. Una mortecina luz alumbra el despacho de la taquilla. El empleado mantiene cerradas las puertas para que ninguno de los jornaleros sin patrón duerma dentro del recinto acristalado. A la intemperie hay un archipiélago de hogueras y manos alrededor de las fogatas que salen de los bidones, cercados por bultos de hombres acostados sin lavar, compartiendo la desolación del abandono con tímidos perros que ladran en las cercanías. El capataz, hombre trabajador y agradecido al patrón, siente un profundo desprecio por esa horda de extranjeros que, por un salario recortado hasta el abuso, quita el trabajo a los hombres del pueblo. No se fía del hambre de los infieles, pues sabe que el estómago vacío nubla la razón y quebranta la ley. Y también, sabe porque lo ha aprendido del señor Martín, que la única forma de manejar este ganado es con mano firme y sin confianzas, que estos miserables solo entienden las voces y la autoridad de la vara. Pero por el patrón se vuelve un cordero si hace falta, y aguantando las ganas de vomitar, se mezcla con ellos para saber si traman algo o si los puede sorprender robando. Como premio a su lealtad espera un día pertenecer a esa familia. Y siguiendo a la niña Julia, pudo poner oído a sus conversaciones con el enfermo extranjero. Y conoció sus planes. Entonces vio el cielo abierto, abierto para acoger al moro, que según había oído, en su religión hay un cielo lejano lleno de mujeres con las que olvidarse de la niña. La bajeza y el servilismo, alimentada por la sangre de Caín, tan enconada entre la gente del campo, rumian en la cabeza del necio y refinan su maldad hasta la mayor ruindad. Y así, sin que Julia lo viera, se presentó ante Sahid en la cochera y revestido de una solidaria compasión le ofreció la oportunidad de no perder el salario que tanta falta le hacía. Y con la lengua bífida le ofreció la aceituna de la rebusca en la más completa clandestinidad, mientras el resto de sus compañeros trabajaban en la recolección, lejanos y ajenos a su tarea, siempre que pudiera contar con su absoluta discreción, pues era mucho lo que se jugaba por él pagándole su trabajo a espaldas del patrón, encantado con la trama para salvar a su hija. La inocencia y la necesidad de huir de la patria del hambre y el cobijo del amor hicieron que no despertara en Sahid ningún recelo tan extraña regalía. Y así, cuando Julia desaparecía, con la logística procurada por el capataz y con la pierna arrastrando entre las hojas, fue juntando en el escondite los sacos rellenos con la aceituna incrustada en las escarchas y aliñados con la salmuera de su sudor.

El capataz, para proteger la clandestinidad de la operación y el éxito de la celada, acordó ir al campo a pagar la aceituna a Sahid que le espera con la mercancía preparada en el remolque, listo para engancharlo en el todoterreno y desaparecer de inmediato camino del olvido.

Julia surge de la semioscuridad que rodea los aledaños de la estación de ferrocarril. Luce en su cara la temeridad que acoraza al amor. Carga una maleta sin ruedas y, tras llamar con los nudillos, entra en la taquilla, bajo la protección del empleado que la saluda con familiaridad.

«Hermosa noche para morir», masculla Martin, que presencia distorsionado la traición de su hija marchando por el sendero entre los matorrales que acosan las paredes de la casa. Siente una mezcla de ira y desolación por el derrumbe de la armonía familiar que certifica un fracaso que su trasnochado honor es incapaz de metabolizar. Y por más que escudriña los recibos no le salen las cuentas, ni las del aceite ni las de su hija. Aunque el aceite se salvará por su asombrosa calidad virgen extra, por la subvención, por la intervención administrativa y por el reparto de costes entre los socios de la almazara. Pero, para evitar la perdición de su hija, para consumar el rescate antes de que desaparezca en la envolvente y persuasora prosa de la lujuria y la abducción, tiene que impedir que se consuma la catástrofe, antes del melodrama de la tragedia. Resuelto ya, impelido por los pinchos de la decencia que se le clavan dentro de la cabeza y le impiden pensar, instruye, juzga y sentencia. Coge el arma tras la puerta, llega con el todoterreno al campo y ejecuta.

La luna llena, notaria de la ignominia, testifica el exterminio en las pupilas inmóviles de Sahid que le devuelven el enigma de una muerte imperdonable que viaja oculta en un remolque. Julia recibe el aviso de su muerte en la aureola ensangrentada que circunda la luna encendida sobre los acerados railes de la vía. Un fantasma sediento de venganza surge entre la sombras de los camastros de cartón y avanza inexorable hacia el capataz paralizado por el miedo, reclamando el beso de la traición. Al otro lado del campo, donde el aire mezcla los aromas oleaginosos con la viscosidad dulzona de la sangre, un hombre sin perdón huye del rastro de la muerte, que caliente y húmeda, graba el nombre del asesino en las treinta aceitunas plateadas que cuelgan de las ramas del olivo testigo del sacrificio.