102. El legado de los Castejón
El párroco, el notario y yo éramos los únicos que estábamos en el entierro de mi abuelo.
El párroco, cuando terminó con el sepelio, me dio su más sentido pésame, y se marchó. Don Ernesto (el notario) lo siguió, no sin antes comunicarme que me esperaría en la entrada del cementerio: necesitaba hablar conmigo.
En cuanto me quedé sola, me arrodillé sobre la húmeda tierra. Con la yema de los dedos, repasé el nombre grabado en la fría losa de mármol. «Tan fría como el cuerpo de los muertos», pensé. Me estremecí. Una inesperada lágrima rodó por mi mejilla. Después de tanto tiempo, regresar a Verdazar (el pequeño pueblo del interior de Andalucía donde había pasado los veranos de mi infancia) removía el terrible suceso que tanto me había costado olvidar. La profunda y dolorosa grieta que, durante años, puntada tras puntada, había remendado con relego y con paciencia amenazaba con deshilacharse y desgarrar mi corazón de nuevo.
«No te guardo ningún rencor», pronuncié las palabras al viento antes de marcharme. Hacía años que lo había perdonado, aunque nunca había sido capaz de decírselo.
Ernesto, tal como me había dicho, me esperaba en la entrada.
—¿Estás bien? —me preguntó al ver mi compungido rostro.
Asentí.
—¿Cuántos días te vas a quedar? —quiso saber.
—Me voy mañana. Solo he reservado una noche en el hostal.
—Mira que eres cabezota —me reprendió—. Te dije, cuando hablamos por teléfono, que podías disponer de la casa; al fin y al cabo, va a ser tuya.
—La hacienda queda lejos; no me apetece estar yendo y viniendo —le mentí. La verdad era que había jurado no regresar nunca a Villa Umbría.
—Está bien, está bien… Pasa, entonces, esta tarde por mi despacho. Leeremos el testamento.
***
—Siéntate, Clara —me pidió en cuanto entré en su oficina—. Aquí tengo los papeles que me entregó tu abuelo —añadió levantando el amarillento sobre. Cogió el abrecartas, y rasgó el precinto. Me miró por encima de la montura de las gafas. Se aclaró la voz, y empezó a leer.
«Yo, Amadeo Castejón, en plenas facultades físicas y mentales, declaro mi voluntad de legar todas mis posesiones: las tierras, los olivos y la casa, a mi única heredera y nieta, Clara Castejón».
Se detuvo para beber agua. Aproveché el momento, y le comuniqué que quería ponerla a la venta cuanto antes.
—Todavía no he terminado —añadió, molesto. Se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz—. «…a mi nieta, Clara Castejón, con una única condición: antes debe quedarse un día y una noche en Villa Umbría».
Me levanté de golpe; el imponente sillón se tambaleó.
—¡¡No puedes estar hablando en serio!! —grité desconcertada—. ¿Qué se supone que tengo que hacer allí?
—Descansar, pasear…Villa Umbría es un lugar muy hermoso. Recuerdo que, de pequeña, pasabas allí todos los veranos —contestó sin perder su característica calma.
El sonriente y satisfecho rostro de mi abuelo apareció en mi mente.
«¡Ya estás muerto! ¿Por qué tienes que obligarme a volver?», le escupí mentalmente. Me senté, e intenté tranquilizarme.
—¿Y si me niego?
—Tu abuelo fue muy explícito al respecto. En el caso de que no cumplas con lo estipulado, Villa Umbría pasará a pertenecer a la parroquia.
«Yo misma se la regalaría si no necesitara el dinero», pensé. Vender aquella finca era la única solución a mis problemas. Llevaba dos meses desempleada. La empresa de márquetin en la que trabajaba, había cerrado inesperadamente. Uno de los socios había vaciado las cuentas bancarias, y se había largado. La sociedad se declaró en quiebra: no hubo finiquitos. Debía dos letras de la hipoteca y, si no conseguía pronto el dinero, acabaría perdiendo mi apartamento. Por eso, cuando recibí la inesperada llamada, me apené; por supuesto, no soy un monstruo, pero también sentí el alivio de que llegaba en el momento en que más lo necesitaba.
—Podrías impugnarlo, ¿verdad? —le propuse, intentando buscar una salida a la sórdida encerrona que mi abuelo me había tendido.
—Sería un proceso largo y costoso, del que tampoco puedo asegurarte nada.
Mi laxo cuerpo se hundió, aún más, en el sillón. No disponía de tiempo; mucho menos de dinero. ¿De verdad tenía que regresar al castillo encantado de mi infancia?
—¿Alguna otra opción? —reiteré, desesperada.
Ernesto negó con la cabeza. Mis dientes rechinaron cuando los apreté con fuerza.
—Veinticuatro horas; ni un minuto más —acepté, obligada por las circunstancias. Tragué con dificultad la saliva que se me había acumulado en la boca. El miedo oprimía mi garganta.
—Me alegra escucharte. —Sonrió complacido—. Sé lo importante que siempre fuiste para tu abuelo y cuánto deseaba que cumplieras con su última voluntad.
Hice una desagradable mueca. «Lo único importante en su vida fueron esas áridas y polvorientas tierras —pensé—. Aunque, si creía que así iba a conseguir que no me deshiciera de ellas…».
Antes de marcharme, acordamos vernos a la mañana siguiente, en Villa Umbría, a primera hora.
Al salir, me fui directo a la pensión. Era media tarde; aun así, no me apetecía hacer nada que no fuera tumbarme en la cama y dejar de pensar en lo sucedido: mi cabeza parecía una olla a presión, a punto de estallar.
Al rato, me quedé dormida. Los recuerdos, que durante años había relegado a lo más profundo de mi memoria, regresaron con más nitidez que nunca.
***
Acababa de cumplir los diez años. Aquel verano, como todos los demás, mis padres me habían llevado a Villa Umbría. Adoraba quedarme con mi abuelo en aquella enorme casa de tres plantas donde, como si fuera la princesa de un cuento, corría a mis anchas por sus amplias habitaciones y por sus largos pasillos. En ocasiones, lo acompañaba a pasear por el olivar. Orgulloso, me mostraba sus vástagos (así los llamaba), y me explicaba cómo cuidarlos para conseguir una próspera cosecha. Angustias (la mujer que venía a limpiar y a cocinar) me consentía como a su propia hija. Había sido la niña más feliz del mundo hasta esa noche, cuando una ráfaga de aire gélido me despertó. Medio adormilada, abrí los ojos. Miré hacia la ventana (abierta a causa del excesivo calor), y vi, a la tenue luz de la luna, una gigantesca sombra que se escabullía. Asustada, salté de la cama, y salí corriendo hacia el pasillo.
—¡¡Abuelo!! ¡¡Abuelo!!
—¿Qué ocurre? —me preguntó, saliendo de su cuarto.
—¡Hay alguien en la ventana! —grité, y me oculté tras él.
—¡Quédate aquí! —me ordenó—. Cogió la escopeta, que siempre tenía al lado de su cama apoyada en la pared, y se encaminó hacia mi habitación. Al poco tiempo, regresó.
—¡No hay nadie! ¿Has podido ver quién era? ¿Le has visto el rostro?
Negué con la cabeza.
—Llevaba una capa negra: parecía un enorme pájaro —le expliqué, mientras mi corazón seguía golpeando mis costillas con fuerza.
Su ofuscado rostro se relajó. Apoyó el arma en el suelo, y se acuclilló frente a mí.
—No tienes de qué asustarte —afirmó con una calma que me desconcertó—. La sombra que has visto es la esencia de la tierra… el alma de los olivos…
—No, abuelo, era una persona —contesté, convencida.
—Todavía eres muy pequeña. —Sus resecos labios se expandieron en una media sonrisa—. Cuando tengas edad suficiente para entenderlo, te lo explicaré. Y, ahora, jovencita, a dormir, que es tarde.
El pánico volvió a apoderarse de mí.
—¿Puedo dormir contigo? —le pedí con un hilillo de voz—. Me da miedo estar sola.
Sus pobladas cejas se curvaron. Se levantó, y me miró como si lo hubiera ofendido.
—¡Eres una Castejón! —alzó su imponente voz—. ¡Los Castejón no le tememos a nada!
—Pero… abuelo…. —Pavorosas lágrimas acudieron a mis ojos.
—¡Vete a tu habitación! —me exigió, dándome un suave empujón. —Aterrada, me lancé a su pierna; me agarré con fuerza, a la vez que un estridente sollozo brotaba de mi garganta. Ignorando mis implorantes ruegos, caminó conmigo a rastras hasta el cuarto. Me obligó a que lo soltara, cerró con llave, y se marchó—. ¡Debes vencer tus miedos! —lo escuché decir desde el pasillo—. ¡Los Castejón siempre hemos sido valientes! ¡Tú no vas a ser la excepción!
Sin dejar de llorar, me senté en el suelo, al resguardo de la robusta cómoda. Apreté mis temblorosas piernas contra mi pecho, y recé para que regresara. Los tan usuales sonidos nocturnos, que entraban por la ventana abierta, llegaban a mis oídos convertidos en espeluznantes susurros y rugidos. Las ramas de los árboles, mecidas por el viento, creaban siniestras y fantasmales sombras en la pared, que hacían aumentar mis miedos. Abrazada a mi trémulo cuerpo, me pasé toda la noche despierta, mientras el profundo rencor que afloraba dentro de mí, abría una dolorosa grieta en mi tierno y joven corazón.
A la mañana siguiente, cuando fue a buscarme e intentó hablar conmigo, me negué. Me negué con tanto ímpetu que nunca más volvimos a hablar de lo ocurrido. Intenté, en vano, que mis padres fueran a buscarme. Aquel fue el principio de una pesadilla que se prolongó durante todo el verano. Mi castillo de princesa se había convertido en un castillo encantado, y mi acogedor cuarto, en una sala de torturas, donde me pasaba las noches acurrucada bajo las sábanas, cerrando los ojos con fuerza para, (aunque apareciera) no volver a verla. Aun así, aquella sombra continuó presente en mi mente durante años.
Mi abuelo nunca entendió mi miedo.
Yo tardé muchos años en perdonarle su crueldad.
Y, a pesar de que, con el tiempo, fui consciente de que lo sucedido bien podía haber sido una mala jugada de mi infantil imaginación, nunca quise regresar.
***
Me desperté cubierta en sudor. «Otra vez la maldita pesadilla», pensé, pero me animó la idea de que pronto todo acabaría en cuanto lograra deshacerme de la endiablada propiedad.
Me di una ducha, y salí a cenar algo.
Después de un largo paseo, en el que intenté despejar todos aquellos recuerdos, regresé a la pensión. Me acosté, y dejé que Morfeo me envolviera en sus cálidos brazos.
El sol entraba por los cristales cuando me desperté. Tomé el móvil, que había dejado encima de la mesilla de noche. «¡Las nueve!», grité al ver lo tarde que era.
Pasé a toda velocidad por el cuarto de baño. Me vestí con lo único que había llevado de repuesto: unos vaqueros negros y una camisa blanca. Me calcé las mismas botas, y salí corriendo con mi escueto equipaje.
En la cafetería de la esquina, pedí un café para llevar. Le di dos largos sorbos, y lo arrojé dentro de una papelera, antes de subirme al coche.
***
La pesada puerta de hierro estaba abierta: Ernesto había llegado.
Aparqué mi auto junto al suyo. Extrañada, miré al muchacho que estaba apoyado en el capó, fumando un cigarrillo. Me saludó con un gesto de la cabeza. Antes de dirigirme cargada con la maleta hacia la casa, se lo devolví.
—¡Ya has llegado! —anunció Ernesto, saliendo de la cocina—. Acabo de dejarte un par de cosas en la nevera. No puedo dejar que te mueras de hambre —bromeó.
—No deberías haberte molestado. Iba a salir a comprar luego.
—Ejemm… —carraspeó—. Sobre eso quería hablarte… de la petición de tu abuelo… —«¿Petición?», pensé. Tenía gracia que lo nombrara así, cuando realmente me estaba obligando— … queda explícito que no puedes salir de Villa Umbría; por lo tanto, y no es que no confíe en ti pero, para estar seguro, tengo que llevarme tu coche.
—¿¡Qué!? —exclamé, perpleja. La maleta se me cayó al suelo— ¿¡Y si me ocurre algo!?
—Me llamas, y vendré enseguida. Aunque permíteme dudarlo: este lugar es muy tranquilo.
A regañadientes le entregué las llaves. Me sonrió con cariño antes de cogerlas.
—Disfruta, Clara, ¡este lugar es mágico! —añadió, de camino hacia la puerta.
El atisbo de misterio que percibí en su voz me estremeció.
Recogí la maleta, despejé aquella extraña sensación, y subí al primer piso. Durante unos segundos, me detuve frente al que había sido mi cuarto. Di media vuelta, y entré en la habitación para invitados. Solté el equipaje encima de la cama. Saqué el móvil del bolso para comprobar la señal de internet: tal como me había imaginado, no había. Desalentada, lo dejé caer sobre el colchón. «Bueno, Clara —pronuncié en voz alta, en un intento por sentirme acompañada mientras regresaba al salón—, ¿qué vas a hacer? Puedes dar un paseo por los polvorientos campos, leer alguna de las viejas novelas que, impertérritas, continúan en la estantería. —Me acerqué. Las repasé con la mirada—. ¡Vaya! —exclamé, maravillada por el hallazgo—. ¡Esta es nueva!». —La cogí, y salí al porche. El cielo estaba despejado. Corría una suave y agradable brisa. Me senté en el balancín, donde tantas veces me había sentado con mi abuelo; abrí el libro, y me sumergí en el extenso vergel de palabras.
Cuatro horas después, pese a que la historia me tenía cautivada, mis hambrientas tripas reclamaron mi atención. Ernesto me había dejado una lasaña, una ensalada, además de café y fruta. Devoré la pasta, que me supo a gloria. Con el estómago lleno, y con una taza del humeante y negro líquido en la mano, regresé a la lectura.
Al estar concentrada en las intrigantes páginas, el tiempo se me pasó en un suspiro. El sol caía hacia el horizonte cuando cerré el libro, y estiré mis entumecidas piernas. Me levanté, y decidí ir a caminar un rato antes de que anocheciera.
Mientras andaba entre los robustos olivos, acudió a mi memoria el recuerdo de los primeros años de mi infancia, cuando acompañaba a mi abuelo en sus interminables paseos. Observé el extenso olivar. El paisaje continuaba siendo igual de hermoso. Una punzada de añoranza atenazó mi corazón al pensar que, pronto, Villa Umbría, dejaría de pertenecer a la familia a la que, durante tantos años, había acompañado. Necesitaba el dinero y, aún más, deshacerme de la oscura sombra que seguía empañando mis recuerdos.
Regresé a la casa con los últimos rayos de luz. Me preparé la ensalada; mientras cenaba, zapeé por los únicos cuatro canales que el viejo televisor lograba sintonizar. Aburrida, lo apagué, y subí a la habitación, no sin antes haber cerrado la puerta con dos vueltas de llave, y comprobado que todas las ventanas estuvieran bien cerradas.
Me di una refrescante ducha antes de tumbarme sobre el confortable lecho, para continuar devorando aquellas páginas. Al rato, a pesar del fino camisón de algodón que llevaba, empecé a sudar: hacía mucho calor. Aparté de mi mente los miedos de mi niñez, y me levanté para abrir la ventana. El fresco aire nocturno acarició mis largos y dorados cabellos. «Mejor así», verbalicé. Me tumbé de nuevo. El viento agitaba las largas ramas de los árboles, creando oscuras figuras bajo la creciente luz de la luna. Intenté no dar rienda suelta a mi desbordante creatividad, y continué leyendo.
Una ráfaga de aire me despertó. El libro reposaba suavemente en mi pecho. La luz de la lamparita continuaba encendida: me había quedado dormida. Me froté con energía los párpados; al volver a abrirlos, vi los penetrantes y amarillentos ojos que me observaban desde la ventana. Por puro instinto me incorporé; me encogí hasta hacerme una pelota, y me arrinconé contra la pared.
—Hola, Clara —pronunció una voz que parecía proceder de las profundidades de la tierra. Me quedé inmóvil, pegada contra los fríos hierros del cabecero de la cama. —Discúlpame, no era mi intención asustarte; tan solo he venido para darte el pésame. Voy a extrañarlo, ¿sabes? —añadió con un atisbo de tristeza.
A pesar de estar muerta de miedo, sus palabras despertaron mi curiosidad.
—¿Os conociais?
Una media sonrisa curvó la fina y translúcida línea de sus labios.
—No solo nos conociamos: éramos amigos.
—¿¡Amigos!? —Me sorprendí.
Una débil carcajada llegó hasta mis oídos.
—Muy buenos amigos —recalcó.
—Nunca me habló de ti.
—Lo intentó, pero no quisiste escucharlo. —Su voz sonaba lejana, como si llegara del pasado. La negra y larga capa se balanceó.
La cabeza empezó a darme vueltas: me estaba mareando.
—Pero… ¿quién eres?
—¿De verdad quieres saberlo?
Asentí.
—Tal vez así consiga entender por qué fue tan duro conmigo.
Durante unos incómodos segundos, se quedó callado, observándome.
—Tu abuelo fue un buen hombre, un poco terco e inflexible, pero amaba estas tierras, y quería que tú también llegaras a amarlas. —Sus brillantes ojos parpadearon—. Deseaba que entendieras que formo parte de ellas: de sus raíces, de su fuerza; que soy su alma, su esencia y su espíritu. Quería que supieras que pertenezco a Villa Umbría al igual que perteneces tú. Extendió su etérea mano hacia mí.
—Déjame mostrártelo.
Un sinfin de dudas se agolpaban en mi mente; aun así, una incomprensible fuerza me llevó hacia él. Avancé hasta cogerlo de la mano; la sentí fría, húmeda, pero firme y segura. Me rodeó con sus brazos y, como Supermán (todavía no sé por qué se me pasó aquella estupidez por la cabeza), salimos flotando por la ventana.
Mientras sobrevolábamos el olivar, me enseñó a percibir el gozo de aquellos árboles, a discernir el tímido saludo de sus ramas al mecerse con el viento y a captar el sutil movimiento de sus pequeñas hojas que, felices, bailaban al vernos. Miré hacia el engalanado cielo; pensé que estaba viviendo el momento más hermoso de mi vida.
A la mañana siguiente, llamé a Ernesto para comunicarle que me trasladaba a vivir a Villa Umbría.
Esa misma tarde, regresé al cementerio, al que había jurado no volver. «Nunca digas de esta agua no beberé», recordé el antiguo y tan cierto dicho. Me arrodillé frente a la tumba de mi abuelo, y coloqué una rama de olivo junto a su lápida.
***
Desde el porche, observé los últimos rayos de sol que iluminaban el olivar. En cuanto anocheció, subí a mi cuarto, abrí la ventana, y me tumbé sobre la cama.